Literarias

Ese iluminado hacedor de ficciones

Antonio Camacho Gómez

Samuel Smiles, escritor escocés que exaltó en su obra el sentido del deber y la fuerza del carácter y que tuvo un largo período de justificado prestigio, mucho más prolongado que el de otros autores, tan olvidados actualmente como él, pero que relumbraron durante cierto tiempo en el campo literario mundial, Curzio Malaparte, autor de “La piel” o Constantine Virgil Gheorghiu, conocido principalmente por “La hora 25” pueden servir de paradigma, refiriéndose a un conocido colega que lo había abandonado todo para dedicarse a la literatura, expresó que era “el más débil báculo en que podía apoyarse”. Dicho esto con un criterio crematístico y en una época, el último tercio del s. XIX, en la que desde el punto de vista económico resultaba sumamente riesgoso buscar en el dilatado horizonte de las letras fortuna y prosperidad.

Con frecuencia fama y deudas se daban la mano y el peregrinar del talento por redacciones y editoras para obtener algún adelanto por trabajos presentados o en vías de concepción fue la senda dificultosa y a veces humillante por donde transitaron autores de fuste. Como le aconteció a Knut Pedersen Hamsun, ganador del premio Nobel en 1920, que soportó una dura vida de privaciones y penurias y fue desde cantero, empleado de comercio y periodista, hasta conductor de tranvías en Estados Unidos, muy lejos de su tierra noruega. En el país del norte de América, el ejercicio de múltiples oficios por parte de novelistas, dramaturgos y cuentistas -Arthur Miller y Jack Kerouac, éste hondamente compenetrado con la generación “beat”, son dos nombres ilustrativos-, ha sido tan corriente como los desempeñados por artistas de diverso origen.

Pero el escritor de raza, el que siente la necesidad imperiosa de dar carnadura a las criaturas que pululan en su cerebro y exigen ir “al mundo a cuyo contacto fuisteis engendrados, y quedad en él como el eco que encontraron en un alma que pasó por la tierra sus alegrías y sus dolores, sus esperanzas y sus luchas”, como dice Bécquer, no se doblega ante la adversidad que representa una difícil coyuntura que afecta su singladura vital, sea el contratiempo material, la incomprensión de muchos, la posición ideológica que lo coloca en el extremo peligroso de un salto en el vacío de la inanidad.

Infatigable tejedor de quimeras, buceador de hontanares, pergeñador tantas veces afiebrado de imágenes rotundas; atrapado por un orbe de criaturas que buscan, como en la obra pirandelliana, quien los dote del ropaje y del espíritu que les permita lanzarse al duelo de lo sensible, no pocas veces persigue, a través de los fantasmas de que habla Sábato, abrir caminos ideales a la condición humana. Señalar rumbos y establecer metas de superación que los autores místicos comprendieron cabalmente y que los académicos suecos, salvo excepciones con implicancias políticas, tienen particularmente en cuenta al conceder el galardón ecuménico de mayor jerarquía literaria.

Ese afán, en ocasiones desmitificador, por despertar conciencias y reivindicar derechos, cuando no bajando a los infiernos de la inequidad ejercida por el despotismo; iluminando pasajes aciagos en el devenir de los pueblos, ha sido la causa de más de una desventura, de un exilio interior, de un destierro forzado, de una desaparición prematura. Porque en el duro y por momentos angustiado entretejer de las ficciones, ajenas a las borgeanas, no se ha marginado el compromiso con la libertad y la esperanza, con los supremos valores del hombre.

“La obra maestra es una variedad del milagro”, afirma el Hugo de “Los miserables”; máxime, cabe agregar, cuando fijando caracteres y recreando situaciones y ambientes abre caminos de dignificación y de armonía estética y social.