A propósito de “Diario de media tarde”, de Ebel Barat

No hay hilo que alcance para remendar la red

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Por Humberto Lobbosco

El argumento de esta obra se teje entrecruzando sus múltiples hilos en el cañamazo de la historia íntima de los personajes, que van componiendo la figura de un tapiz que se va haciendo, un work in progress de una escritura sólida que se va armando con retazos de una tragedia que, como todo lo trágico, está determinado por eso que los hombres han dado en llamar “destino” y que algunos llaman “fatalidad”.

Lo más interesante de esta red textual son las encrucijadas donde las hebras se tuercen e imbrican mestizándose para aparecer siempre desesperadas, en una búsqueda que no tiene fin, porque todo y nada en esas vidas es imposible de resolver, porque el daño ya estaba en el origen, en el primer nudo. Alrededor de ese nudo gira la noria y nada escapa a ese destino. Los personajes de esta novela están inmersos en la historia de este mundo americano, que se hizo confusa y tal vez desgraciadamente a partir de ese nudo.

La formidable urdimbre de esta obra, como muchas de las grandes realizaciones de la literatura del mundo, necesita, para ponerse en movimiento efectivo, que el narrador se difumine o se multiplique, para permitirle al autor ser sin ataduras quien tiene el poder de ir enredándonos en la trama y cautivándonos en el devenir del relato: porque el tejido arranca de la misma manera que comenzaron tantas joyas que la lectura nos ha permitido gozar: siendo un manuscrito hallado en... Y eso le permite la libertad de deslizarse por distintos terrenos que pertenecen a la historia sin atarse a la historia, jugando con ciertos anacronismos -saltándose el rigor temporal en ocasiones, no ciñéndose a hecho real alguno, si no es por alusión oculta en el mismo texto-, para poder dar rienda suelta a la frondosa imaginación de Ebel Barat, el autor de este Diario de media tarde.

En una ocasión, Michel Foucault propuso que somos los discursos que nos hicieron, que nos han venido haciendo desde allá lejos y hace tiempo... En este caso es exacta esa proposición. Podemos decir -para favorecer el entendimiento, aunque puede ser leída con absoluta prescindencia de ella- que esta novela tiene un antecedente que es recomendable frecuentar, porque como su autor nos dice en la petición de principio y también como contrato de ficción en el arranque de la obra que da a la lectura anónima, es consecuencia de la arborización de una novela suya anterior: La Montes (Ed. Homo Sapiens 2016), donde crea un formidable personaje, la manca Montes, Lucía Montes, que es punta del ovillo que, gracias al devenir y a la historia de este mundo americano que comienza con la llegada del conquistador y la sorpresa no grata del habitante originario y con la extraordinaria aventura de ese engarzamiento, cuando dos mundos que chocan se juntan en unión salvaje en la cual el deseo y la naturaleza explotan, y la circunstancia se impone marcando a fuego y para siempre a las mujeres y hombres que en este mundo somos.

Allí, en ese instante que explota, explosiona también la sabiduría trascendental de que no somos más que el acaso, la oportunidad, la ocasión, y que la sociedad nunca pudo ver más allá de sus férreas malas bases, porque los humanos desconocieron que el otro es otro y que es precisamente ese otro quien nos constituye, y que los prejuicios y la cultura fueron destrozando y matando lo mejor que podríamos haber construido. La Montes, aparte de ser una formidable novela, nos muestra descarnada y sabiamente que somos frutos de un desencuentro forzado por los cánones y leyes, tan profusos en deshumanidades como en desinteligencias.

Ese personaje, la manca Montes, que conoce el deseo salvaje y que goza de la corta pero infinita dicha de ser sujeto de goce y no mercancía en una colonia en gestación, forma junto con su amor nativo, un indio que conoce el amor amándola, un dúo de alto voltaje que llega a un clímax narrativo con ribetes de la tragedia clásica, pero que en su propio final sirve para ser a su vez el primer nudo de este tejido que, derivando de hilo en hilo que se van entrelazando a lo largo del tiempo -y de los fenómenos históricos inmigratorios llamados, no siempre con certeza de realidad, civilizatorios, pero sí siempre en desorden y casi caos-, van a dar como frutos los dos personajes centrales de esta obra que tenemos el placer de recorrer para conseguir el goce de la lectura y en donde se nos da la posibilidad de pensar que todos descendemos de ese amor de la manca Montes con el indio y que somos, sin remedio, un linaje manco.

La importancia de los nombres -Alberto Balbuena y María Laura Montes-, el juego de oportunidades y los fracasos que como quiera que se piensen son siempre marcas de origen que han dejado en lo más íntimo la imposibilidad de decir el amor y de entrar en el corazón del otro... Porque en esta novela de Ebel Barat, Diario de media tarde, se narra tal vez una manera del ser latinoamericano, que acaba siendo, mal que nos pese, y trágicamente, como hemos dicho, un linaje manco. Porque, aunque el tiempo pase y las circunstancias cambien, hay algo del orden de lo fatal en esta manera de ser tan argentinos, como lo dice una inscripción de un póster que cuelga en una pared de un living desnudo, exiguo y débil, en uno de sus capítulos más confesionales de la novela: Todo lo que deseas está al otro lado del miedo.

Allí, en ese instante que explota, explosiona también la sabiduría trascendental de que no somos más que el acaso, la oportunidad, la ocasión, y que la sociedad nunca pudo ver más allá de sus férreas malas bases, porque los humanos desconocieron que el otro es otro y que es precisamente ese otro quien nos constituye.

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Lo más interesante de esta red textual son las encrucijadas donde las hebras se tuercen e imbrican mestizándose para aparecer siempre desesperadas en una búsqueda que no tiene fin, porque todo y nada en esas vidas es imposible de resolver, porque el daño ya estaba en el origen, en el primer nudo.