Reflexiones vaticanas I

El Papa en su laberinto

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El Papa Francisco en el balcón de la Basílica de San Pedro.

Foto: Archivo El Litoral

Por Germán De Carolis

Hace más de dos semanas que estoy en Roma auscultando los latidos de una ciudad monumental que se mantiene erguida sobre su pasada gloria a pesar de los embates de la corrupción ancestral de sus políticos, de las hordas incivilizadas de visitantes provenientes de todos los rincones de la tierra ansiosos por deglutir su extraordinaria historia mezclándola con tallarines económicos en los cientos de cuevas romanas que ofrecen ravioles recalentados y emparedados rellenos con sobras de la semana anterior, disimuladas con ketchup y mayonesa. Roma permanece enhiesta a pesar de ser azotada por los propios italianos, una rara etnia en la que se mezcla sangre de crueles y despiadados legionarios que arrasaron el mundo antiguo, de césares que incendiaban ciudades, de cuestores, pretores y senadores que intrigaban y asesinaban sin piedad, de sádicos espectadores ávidos de sangre apelmazados en gigantescos coliseos mientras disfrutaban del horrendo espectáculo de la muerte; de filósofos suicidas, como Séneca, que intentaban vanamente corregir las vilezas de una sociedad turbulenta y amoral.

Hoy esta ciudad repite muchos de sus vicios, que a veces se olvidan por la maravilla de sus impresionantes testimonios artísticos y arquitectónicos capaces de redimir en alguna medida la naturaleza impura de los hombres.

El pequeño estado teocrático del Vaticano, que se levanta en medio del ejido urbano de Roma, no escapa a la metamorfosis de la historia y en este viaje percibo cambios que de un año a otro se van consolidando y ya son parte de su fisonomía ahora atípica. Son apreciaciones subjetivas que sólo responden a una mirada personal sobre las circunstancias que estoy transitando desde mi llegada a la capital italiana.

Todo cambia

En una nueva visita al Vaticano, para tener la inmensa alegría de volver a ver a mi querido ex maestro, el Papa Bergoglio, noto que este peculiar reinado cambia paulatinamente. Ya no es lo que era, una somnolienta metamorfosis se percibe por doquier. El reino del Dios cristiano, aquel magnífico ámbito revestido con suntuosas placas de mármol de Carrara colocadas en tiempos pretéritos y gloriosos, cuando desde el vientre de los mecenazgos papales nacían basílicas imposibles de imaginar, llevadas a la realidad por genios irrepetibles que legaron a la humanidad obras tan sublimes como insuperables, experimenta transformaciones. Aquel reino de Dios impregnado de arte, de estatuas maravillosas, de pinturas alucinantes y de artistas angelicales ya no es tal ni volverá a serlo. El Vaticano muta lentamente, se impregna de mediocridades, se inunda de divina burocracia y destila impurezas por doquier. Otrora sus muros escondían celosamente las miserias humanas revestidas de santidades improbables, de turbias purezas, de castidad sacrílega y de virtudes místicamente trabajadas con el cincel del vicio y la perversión, mientras se pretendía infructuosamente guiar a la pecadora jauría humana por el sendero de la casta virtud, de la paz y la fraternidad.

Hoy, para bien o para mal, el reino de Dios ha sufrido un proceso de desacralización inexorable iniciado varias décadas atrás, y el Papa Bergoglio quizás lo haya acentuado en virtud de su sencillo origen y de las notas disonantes de argentinidad que impregnan su espíritu en virtud de haber nacido en un país carente de las imperceptibles redes de delicadeza intelectual que suelen forjar los milenarios sustratos de arte y cultura. Sería difícil imaginar al Papa Bergoglio obsesionado por hacer pintar una cúpula vaticana con ángeles y demonios entrelazados, y un arcángel rubio aplastando la cabeza de una diabólica serpiente. Por el contrario, se conforma con adornar los magníficos jardines de Castel Gandolfo con un entramado de hierros retorcidos sacados por un escultor contemporáneo de los basurales romanos.

Una mirada particular

Hace largo tiempo que las coordenadas vaticanas se han alejado de un Miguel Ángel o de un Bernini. Los bellísimos exteriores del reino de Dios son afeados con enormes vallados de madera que acorralan como terneros a los miles de fieles que acuden masivamente a las ceremonias, causando la desconcertante impresión de que el reino de Dios cristiano en la tierra es una fortaleza celosamente vigilada.

Observar el Vaticano vallado, con tanquetas militares y con decenas de soldados armados escudriñando severamente la plaza San Pedro hace pensar en la paradoja de las religiones: el reino de Dios en Roma se militariza para evitar que fanáticos fundamentalistas asesinen en su nombre. Qué será de la humanidad si para amar a los hombres como a nosotros mismos debemos primero evitar que éstos nos asesinen en nombre de otro Dios, en una plaza en la que habitualmente el Sumo Pontífice predica la fraternidad universal.

Su Santidad

El Papa Francisco constituye, a mi juicio, un capítulo aparte. El Vaticano es minúsculo en sus dimensiones territoriales pero inmenso en su proyección sobre el planeta. Resultaría utópico suponer que el Papa Bergoglio, un humilde obispo sudamericano elegido Sumo Pontífice por decenas de razones que escapan al común conocimiento de la gente, esté en condiciones de controlar lo que sucede en un reino que moviliza intereses religiosos y éticos, pero también políticos, económicos y financieros que se remontan a los albores de la creación de la Iglesia como institución y que se mantienen vigentes e incólumes en el presente.

En mi opinión, está al alcance del anciano Papa el manejo acotado y el control relativo de la doctrina que nutre a la religión católica, pero es improbable que pueda desarrollar y dirigir la estrategia política y económica que ejecuta desde hace cientos de años una iglesia entre las sombras, con inmensos bienes materiales y con activos extraordinarios desparramados por el mundo.

Según creo, la conducta del Papa Bergoglio es realmente heroica. Desde las horripilantes villas miserias argentinas carcomidas por el hambre ignominioso, el ex arzobispo porteño saltó misteriosamente al milenario y suntuoso Vaticano y hoy está inmerso en un ámbito plagado de sórdidas intrigas palaciegas y de comportamientos non sanctos.

En ese laberinto dorado de pasiones y rivalidades, en el que reinan la calumnia y los propósitos inconfesables, Jorge Bergoglio pilotea la descomunal nave de la iglesia con cientos de marineros saboteadores pujando por hundirla. ¿Qué recursos utiliza para mantenerse en pie y resistir embates que el mundo desconoce?

Intuyo que se trata de una enorme fuerza de voluntad que blinda su humilde origen sudamericano y lo insta a continuar una batalla descomunal a sus 82 años. Madruga todos los días y comienza una jornada sin descansos en cumplimiento de una agenda que desgastaría al más joven y fuerte de los hombres; una agenda que le es impuesta por la diplomacia vaticana y por la política secreta y misteriosa que rige desde hace siglos la ruta de la Iglesia católica. Arriba, abajo y a los costados del Papa Bergoglio se mueven intereses inconmensurables que no pueden ser conocidos y controlados por un solo y anciano hombre.

Sus desgastantes viajes por el mundo son otro testimonio extraordinario del temple y la fuerza de voluntad que nutre la vida del pontífice.