El Gran Pez: cine, literatura, educación y narradores orales

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“Big Fish” dirigida por Tim Burton. Foto: Captura de Internet

Martín Duarte

En el “Arco y la lira” (1974), dice Octavio Paz: “La palabra es el hombre mismo. Estamos hechos de palabras. Ellas son nuestra única realidad o, al menos, el único testimonio de nuestra realidad. No hay pensamiento sin lenguaje, ni tampoco objeto de conocimiento: lo primero que hace el hombre frente una realidad desconocida es nombrarla, bautizarla...”.

En el año 2003 se estrena la película “Big Fish” dirigida por Tim Burton y protagonizada por gran elenco. Su argumento presenta a Edward Bloom, un padre anciano y terminalmente enfermo, que se reencuentra con su único hijo, William, después de mucho tiempo. El hijo -un hombre de aproximadamente 30 y pico de años- está casado, ejerce el periodismo en Europa y está a punto de ser padre.

El reencuentro es tenso. El hijo le hace una serie de reclamos a su padre: le dice que se parece a un iceberg del que sólo se conoce una parte (la que sobresale del agua); lo compara con Papá Noel y el Conejo de Pascuas (es pura ilusión); le ruega que sea sincero por una vez en su vida (que se está apagando), que se deje de charlatanerías y fábulas exageradas sobre su biografía plagada de embustes.

Edward sostiene que siempre ha sido auténtico; que persistentemente ha dicho la verdad; que si no le creen, el problema no es suyo.

William inicia una investigación para conocer quién es su padre más allá o detrás de las fantásticas aventuras que narra y dice haber protagonizado. Y descubre -con cada paso de su pesquisa- que es el hijo de un gran artista de la palabra. Por ejemplo, su padre no mintió cuando contó que había conocido a un “gigante” de hambre inconmensurable (en realidad era un hombre al que le quedaba chico su pueblo); cuando dijo que había luchado en la guerra y que lo habían socorrido unas bellas hermanas orientales “siamesas” (eran gemelas inseparables); cuando sostuvo que el tiempo se había detenido el día que había encontrado al amor de su vida (¡quién no ha sentido alguna vez que el tiempo se paraliza cuando se encuentra con el ser que ama!); o cuando expresó que había conocido a una anciana que parecía una hechicera por su capacidad de anticipar el futuro a partir de la sabiduría que irradiaba.

Edward Bloom (en inglés: “el que florece”) narra de modo magistral los hechos de su vida cotidiana y deleita al auditorio ocasional. No es un embustero... como los escritores o monologuistas: pinta con palabras paisajes de ensoñación; condimenta con chistes sus cuentos; elabora metáforas; usa la hipérbole; genera intriga para captar la atención de sus espectadores; busca el factor sorpresa; calcula sus pausas para generar suspenso; cambia hábilmente el tono de la voz, la mirada y los gestos a medida que interpreta con el cuerpo los hechos que enumera; elige el mejor final para sus textos.

Escuchamos en la película (y se aproxima a la frase de Octavio Paz de nuestro primer párrafo): “Un hombre cuenta sus historias tantas veces que él mismo se vuelve sus historias. Lo sobreviven. Y de esa forma, se vuelve inmortal”. Conviene preguntatnos: ¿Quién no tiene un “Gran Pez” en su familia o grupo de amigos? ¿Quién no ha escuchado cien veces la misma anécdota y no se ha reído tanto o más que en la primera ocasión en que la oyó? ¿Quién no tiene una historia fabulosa -ensayada incansablemente- para compartir cada vez que tiene la oportunidad? ¿Acaso no seguimos contando hechos formidables de gente que ya no está a nuestro lado por diversos motivos?

Al respecto, en un texto titulado “La gloria de mi padre”, Philippe Merieu sostiene que este tipo de relatos familiares son claves porque funcionan como referencias para un mundo sin referencias; actúan como mojones en un mundo inestable, fugaz, incierto, deslumbrante y apasionante. Para este pedagogo, todo niño tiene derecho a una historia gloriosa... a una epopeya familiar... a una mitología que pueda hacer suya. De esta manera, reivindicando la historia de la que provienen, nuestros hijos se toman el tiempo para inventar la suya... para ser autores y narradores de su propio relato. Compartir historias genera una situación de intersubjetividad gratificante: el niño toma -poco a poco- para sí algo que viene del otro para abrirse su propio camino.

En la misma dirección y en su libro “Leer el mundo”, Michéle Petit afirma que los padres disponen de recursos intelectuales que ningún diploma convalida, pero que son esenciales, como la capacidad de contarles a sus hijos su historia y las de sus antepasados o, de manera más amplia, la aptitud para inventar gestos, palabras, relatos, para introducirlos al mundo de manera poética y hacer de los rituales cotidianos una fiesta compartida. Para que el espacio sea representable y habitable, para que podamos inscribirnos en él, debe contar historias, tener todo un espesor simbólico, imaginario, legendario. Sin relatos -aunque más no sea una mitología familiar, algunos recuerdos-, el mundo permanecería allí, indiferenciado; no nos sería de ninguna ayuda para habitar los lugares en los que vivimos y construir nuestra morada interior.

Para cerrar, aclaremos que la película dirigida por Tim Burton está inspirada en “El pez gordo: una novela de proporciones míticas” (1998) de Daniel Wallace. Señalemos también que existe una versión de las aventuras de Bloom en forma de comedia musical y que ha sido exhibida en Broadway. Rescatemos -como despedida- un fragmento presente en el primer capítulo del texto de Wallace:

“-Esto me recuerda- dijo mi padre- cuando era niño.

Miré a aquel anciano... en esos momentos que se contaban entre los últimos de su vida, y de pronto lo vi, sencillamente, como si fuera un muchacho, un niño, un joven, con toda la vida por delante, tal como la tenía yo. Nunca lo había visto así. Y todas esas imágenes... el hoy y el ayer de mi padre... convergieron, y en ese instante se convirtió en una criatura extraña, fantástica, joven y vieja a la vez, moribunda y recién nacida.

Mi padre se había convertido en un mito”.