Tribuna literaria

La que espera

Jorgelina Garrote

Olga apagó la radio. Era hora de cerrar el patio, pero antes tenía que entrar la ropa del tendedero. Hacía años que vivía sola. Roberto, el hijo mayor, venía dos veces por semana. La llevaba a cobrar la jubilación al Banco y al médico. Podía repasar la casa, que era chica, sin mucho esfuerzo. Si las piernas dolían por la artrosis entonces no barría ni tendía la cama. A veces ayudaba la nuera con las compras o con el repaso del baño. Las manos y la vista estaban bastante bien, todavía podía hacer trabajos de costura. A Roberto mucho no le gustaba porque no lo veía como una necesidad. Pero a Olga sí, porque venía gente a casa y ella tenía con quién hablar. Las vecinas la recomendaban, era buena con los ruedos. En época de casamientos y recepciones, que más o menos se juntaban entre septiembre y febrero, tenía trabajo. A las jovencitas, como les decía, las hacía subir en un cajón de madera para tomarles la parte de abajo del vestido y no tenía que agacharse. Con inclinarse un poco para abajo, sentada, estaba bien. Las citaba antes de las seis de la tarde porque así tenía la luz natural que entraba del patio. Después, cuando anochecía, dejaba la costura para el otro día porque con la luz del velador le era imposible concentrarse. Había una hora del día en la que ya no podía hacer mucho más y era entre las siete y las ocho de la noche. A esa hora, prendía una vela cerca del altarcito donde reposaba la foto del hijo. La foto y una planta, estampitas de la Virgen de Lourdes y del Sagrado Corazón. En realidad no eran estampitas sino imágenes enmarcadas en la pared, como el retrato del hijo. A esa hora, Olga prendía una vela y rezaba un rosario, porque un atardecer, entre las siete y las ocho de la noche, se enteró de que Ramiro estaba desaparecido. Fue hace treinta y siete años. Cuando le tocaron el timbre ella estaba escuchando la radio, rezando para que el locutor no mencione el nombre del hijo. Y no lo escuchó porque en la radio no lo nombraron. No apareció en la radio pero sí en boca de un hombre vestido de verde que tocó el timbre de su puerta. Que Ramiro estaba desaparecido luego de un ataque aéreo, eso dijo.

Después de la rendición, otras familias, como la de Olga, esperaron el día en que los hijos iban a volver. La mayoría en el batallón de Santo Tomé. Pero el hijo no estaba por más que revisaron la lista. “Está desaparecido”, dijeron. Desde ese tiempo hasta que confirmaron que Ramiro había muerto, Olga le rogó a la Virgen que la cuide por el otro, el que le había quedado. Que le baje las piernas de la cama, le rogaba. Que la ayude a levantarse y hacerle el desayuno al hijo, y el almuerzo y lo que quedaba del día, que la ayude la Virgen de Lourdes para no morirse de dolor. Porque había otro hijo tan pequeño como el que se había ido a la guerra. Tan pequeño como la palma de su mano, si es que siguen siendo así de pequeños los hijos en el regazo de la mujer.

Durante años, Olga esperó que le dijeran la verdad. Que de todas las cruces blancas que vio la única vez que viajó a las islas, una era la cruz de su hijo. Ni el viento ni las lágrimas ni el ruego a la Virgen se los dijeron. Había tantas sin nombrar. Y ella era una madre como otras, inclinada, casi la cara en la tierra, midiendo los pasos de la muerte. No quiso volver. No hasta que supiera dónde estaba el hijo. Mientras, mantendría las cosas en orden, el dormitorio de Ramiro con su cama, su bicicleta en la pared, los afiches del Mundial del 78, la ropa planchada en el placard. Así, cambiando las sábanas, pasando el plumero en los rincones, espantaría el vacío para no volverse loca, para mantenerse viva por el otro hijo que le quedó. La Virgen de Lourdes la iba a ayudar porque siempre lo hizo. Roberto creció, se hizo hombre, formó su familia. Los años pasaron. Llegaron los nietos, Quique se fue. Pero ella sabía que no era su momento, tenía que aguantar, un poco más. Entonces llegó. Como los pájaros cuando eligen un nido para empollar. Llegó la carta con el sello de la Cruz Roja. Llegó Ramiro a darle un abrazo, como el último que se dieron. Porque ahora sí, el hijo tenía nombre. Su nombre y una cruz blanca en las islas.

Había una hora del día en la que ya no podía hacer mucho más y era entre las siete y las ocho de la noche. A esa hora, prendía una vela cerca del altarcito donde reposaba la foto del hijo. La foto y una planta, estampitas de la Virgen de Lourdes y del Sagrado Corazón.

Durante años, Olga esperó que le dijeran la verdad. Que de todas las cruces blancas que vio la única vez que viajó a las islas una era la cruz de su hijo. Ni el viento ni las lágrimas ni el ruego a la Virgen se los dijeron. Había tantas sin nombrar. Y ella era una madre como otras, inclinada, casi la cara en la tierra, midiendo los pasos de la muerte.