Muertes violentas, bendita democracia

La gente en la calle plantea una angustiosa demanda extrema a administradores y postulantes del poder, menos ocupados en la vida que en la especulación electoral.

Ignacio Hintermeister

ignacioh@ellitoral

Una lava tenebrosa, corrosiva, asomó una vez más en los intersticios de un cuerpo que se descompone por ausencia del Estado, por incapacidad de sus actores. La “pena de muerte” salió de bocas desesperadas, de rostros desencajados por el dolor indecible. Es apenas un síntoma ante una mayoría que pide seguridad y justicia mientras la muerte prematura y absurda, truculenta, se consuma en todo vecindario y estamento, día y noche. Y no hay respuesta.

La macroeconomía se derrumba sin que gobernantes y alternantes se pongan de acuerdo en lo esencial. El vecindario se libera sin que mandatarios y reemplazantes convengan en lo indispensable. Sin moneda, sin poder de policía, sin juicio y castigo a los culpables, el ciudadano queda librado al abismo. Entre los administradores del poder, nadie se saca una foto al lado del otro; es más importante el interés electoral propio. Miserias evidentes y corrosivas.

Politólogos contemporáneos han acuñado el concepto de “fatiga electoral”. El fenómeno de la crisis de representación ya tuvo su erupción dantesca en 2001 bajo la consigna “que se vayan todos”. Pero el vacío es imposible en el terrenal plano social; lo que no ocupan el ordenamiento institucional o su mejor intención, será campo para el caos fraticida, para el lobo del hombre. O de la mujer, para estar a tono con los tiempos.

Sin confianza en la democracia y en sus instituciones, se reduce el tiempo que va de la expectativa a la frustración. El próximo presidente de la Nación, el gobernador electo de Santa Fe, tendrán menos tiempo antes de que la insatisfacción se haga bronca. La disolución es un riesgo del que se deben hacer cargo; la solución voluntarista es un suicidio. Y la tentación autocrática una ilusión retrógrada.

Hay quien cree que se puede hacer a voluntad obteniendo, por ejemplo, 54 % de los votos. Pero no hay magia en el abuso estadístico; no se empodera a un gobernante con la “garantía mecánica” de la democracia, si el que llega no es capaz y virtuoso. Derechas e izquierdas populistas; personalismo de vetas imperiales como los de Donald Trump, Vladimir Putin o Boris Johnson se preparan en un mundo que se promete menos liberal de lo que imaginaron los revolucionarios franceses, y tan oscuro como el que padecieron las gentes del medioevo, cuando la promesa de una trascendencia en el más allá se compraba. España e Italia no logran hacer gobierno; Israel tampoco. Y por estas latitudes se incendian el Amazonas, pero también las llanuras en Bolivia.

Pero están el sentimiento legítimo común, el Estado de Bienestar, la división de poderes, la libertad, la igualdad ante la ley, el respeto a la vida. Eso, sobre todo, estaba en las marchas de quienes colmaron la pacienca -pero no la esperanza- en una ciudad atravesada por la violencia letal. De ese capital deben hacerse cargo los que se postularon o se postulan, gracias a la bendita democracia.