Osvaldo Agustín Marcón
Osvaldo Agustín Marcón
El Premio Nobel de Literatura José Saramago (1922/2910) se preguntaba “por qué pensamos lo que pensamos”. La cuestión remite a tradicionales debates respecto de los límites de la libertad de pensamiento, devolviéndonos a la discusión filosófica respecto del libre albedrío.
En esta línea, es pertinente aplicar aquella pregunta a la tarea de pensar cómo pensamos la corrupción. Así cabe atender la muy sugerente relación que en los análisis cotidianos se establece entre corrupción y delito. Ese vínculo, que parece obvio, es usualmente elevado al grado de totalidad analítica, utilizando ambos conceptos como si refirieran a asuntos idénticos. Sin embargo, ni todos los delitos implican corrupción -al menos en su acepción corriente- ni todas las formas de corrupción son delito.
La homologación de términos trae simplificaciones con consecuencias negativas. Si lo corrupto sólo equivale a algunas formas delictivas, queda por fuera una mayoría de conductas socialmente corrosivas que nunca podrían quedar abarcadas en el sistema penal. Más aún, dicha reducción constituye una invitación a desarrollar nuevas maneras de evitar los tipos penales establecidos sin renunciar a los beneficios individuales que la corrupción proporciona.
Podríamos remontarnos al pensamiento antiguo (Aristóteles, Platón, etc.) para recordar el sentido de la corrupción entendida como proceso mucho más amplio que corroe las relaciones sociales. La propia etimología del término (del latín corruptio) o los significados propuestos por el Diccionario de la RAE (Real Academia Española) muestran ese horizonte, poniendo en evidencia lo erróneo de la equivalencia de términos. La corrupción, incluida su versión política, es mucho más que la ruptura de normas jurídicas por lo que la violación de estas últimas no es condición necesaria para que exista la primera. En pos de una visión más precisa señalemos que, por caso, la utilizada por Transparencia Internacional (ONG con sede central en Alemania pero presente en más de 70 países). Esta institución conceptualiza la corrupción como abuso de posiciones de poder para beneficios privados y en perjuicio de todos.
Subrayemos entonces: la reducción de lo corrupto a lo antijurídico no sólo deja fuera una multiplicidad de conductas a las que también les cabría dicha caracterización sino que, a la par, estimula el desarrollo de habilidades para evitar la sanción desde lo normado (asunto criminológicamente muy estudiado). Ya Kant (1724/1804) diferenciaba el político moral del político moralista. El primero se desempeña según cánones morales previos, esforzándose por no violentarlos. El segundo, en cambio, pretende desempeñarse según los suyos, no necesariamente morales, haciéndolos ley mediante estrategias que perfecciona constantemente.
Sin embargo, también conviene tener presente que, en los tiempos de la Modernidad Líquida de Bauman (1999), el político ya no es el actor poderoso del robusto Estado-Nación. Esto es así pues la distribución de fuerzas ha cambiado en beneficio de lo que conocemos como el mercado. En este nuevo escenario, la diferenciación kantiana entre moral y moralista puede aplicarse a distintos sectores de poder (empresariales, deportivos, religiosos, etc.), permitiéndonos comprender más cabalmente la corrupción en tanto fenómeno social contemporáneo.
Las conductas moralistas están decididas a ser ley ellas mismas, razón por la cual no son morales. En esa pretensión es especialmente evidente el citado abuso de posiciones de poder. En términos más ligados al campo de la Salud Mental, la ley debe estar fuera del Sujeto para que éste advenga como tal. Si el Sujeto, en cambio, se considera a sí mismo como ley, nos encontramos ante situación especialmente compleja.
Por todo esto, la pretensión de reducir lo corrupto a unas pocas cotas jurídicas deforma éticamente las relaciones sociales lo que constituye, cuanto menos, un muy mal pronóstico a futuro, en términos civilizatorios.