Prof. Martín Duarte | [email protected]
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¿Por qué este texto?
Dos noticias de reciente aparición lo motivan. La primera, la DAIA accedió a información desclasificada por nuestro gobierno: cinco discos rígidos -con 70 mil documentos que continúan siendo procesados- exponen la complacencia del Estado argentino (entre 1936 y 1950) con el nazismo; cuestión que derivó -por ejemplo- en el asilo dado a notorios criminales de guerra del Tercer Reich (como Josef Mengele y Adolf Eichmann) y sus aliados.
La segunda noticia, Alessandra Mussolini, integrante del parlamento europeo por el partido de centroderecha “Forza Italia”, ha lanzado una advertencia a través de su cuenta de Twitter: comenzará a monitorear y llevará a juicio cualquier imagen o frase ofensiva contra Benito Mussolini, su abuelo dictador aliado de Hitler. La comunidad judía de Roma le respondió inmediatamente: “Seis millones de judíos muertos y 75 años no fueron suficientes para que ella entienda”. Por estos días, Italia rememora el 80 aniversario de las leyes raciales de 1938, que significaron la expulsión de estudiantes y profesores judíos de colegios públicos, su inhabilitación en cargos públicos y confiscaciones de propiedades. Esta persecución llevaría, hacia el final de la guerra, a la deportación masiva de judíos al exterminio, aunque no en la escala en la que ocurrió en Alemania y Polonia. La Shoá es “un” cadáver tibio que nos advierte.
Narrar el Holocausto
La propaganda nazi estranguló macabramente el lenguaje. Llamó: “arianización de la economía” a la confiscación (robo) de bienes judíos; “desinfección/duchas” a la cámara de gas; “muñecos, trapos, excremento o basura” a los cadáveres de sus víctimas; “solución final” al genocidio. El máximo exponente, el cartel en la entrada de Auschwitz: “El trabajo los hará libres”. Luego de este ultraje del lenguaje: ¿con qué palabras se testimonia ese horror?
En 1949, el filósofo alemán Adorno dijo que después de Auschwitz era cosa bárbara escribir un poema. Sin embargo, en los ‘70, afirmó sobre los poemas de Paul Celan (poeta judío de origen rumano que se expresó en alemán después de haber escapado de los campos de exterminio): “hablan un indecible horror a través del silencio”. ¿Qué diría Adorno de “La lista de Schlinder” o de “La vida es bella”? ¿Se caería de espaldas si supiera que el espanto del Holocausto halló expresión poética en una historieta?
La novela gráfica del Holocausto
“Maus: historia de un sobreviviente” es la historieta en la que Art Spiegelman narra el modo en que su padre, Vladek (judío polaco), sobrevive a Auschwitz. Es publicada entre 1980 y 1991 en la revista “Raw”; obtiene el premio Pulitzer, una beca Guggenheim y se expone en el Museo de Arte Moderno de Nueva York.
Esta obra puede apreciarse en contraste con otras producciones del calibre de Disney, Marvel o DC. Retomemos -por un momento- un caso paradigmático como Súperman (una especie de Hércules o Sansón): su anatomía se asemeja a la belleza de los modelos greco-romanos (particularmente las imágenes de divinidades del Olimpo) o a las figuras de los santos y arcángeles de la imaginería cristiana que coronan ciertos altares. Clark Kent, con la ventaja de sus superpoderes, lucha contra el mal y hace justicia con acierto en cada uno de sus episodios. Los “buenos” (llenos de virtudes) y los “malos” (con vicios exacerbados) pertenecen a grupos antagónicos bastante definidos. Por oposición a esto y ante un tema espinoso como la barbarie nazi, Spielgelman elige un dibujo minimalista (en blanco y negro) y pone el énfasis en el texto. En los campos de exterminio, para salvar el pellejo, un famélico, enfermo, sucio y asustado hombre hace lo que puede sin traje especial/espacial: sólo tiene un “pijama” a rayas que le calza mal y un par de zapatos que maltratan sus pies. Los alemanes hacen de las suyas y no hay ningún poder sobrenatural proveniente de un planeta extraño que los ajusticie. Irónicamente: no hay superhéroes pero sí hay personajes que se autoproclaman miembros de una raza superior destinada a gobernar el mundo y a exterminar a las razas inferiores. En ese contexto desolador, sobrevivir a cualquier costo es la meta: reina la ley de la “selva”.
Spiegelman, como Disney y otros creadores de su talla, retoma elementos propios de la fábula: la humanización de animales. En sus aventuras, el ratón Mickey y su banda de infaltables amigos usan el ingenio para sortear -con una incansable alegría- uno y mil obstáculos: están “condenados” al éxito. En las aventuras de “Tom y Jerry”, el roedor ridiculiza a su adversario y se burla de la lógica de la cadena alimenticia: el lector o espectador toma partido por el más débil y festeja con risas la consagración del mismo. En las fábulas tradicionales (pensemos en Esopo): los “bichitos” se comportan como humanos con un fin moralizante. En el caso de “Maus”, los judíos son ratones; los nazis, gatos; los polacos, cerdos; y los yanquis, perros. Los felinos son letales a la hora de exterminar a sus presas: manejan con precisión y frialdad de cirujano las mil maneras de cazar y exterminar familias enteras. ¿¡Cuál es el mensaje aleccionador de esta fábula aterradora!?
Como ya se señaló, “Maus” se publica por episodios y se reúne -más tarde- en dos volúmenes. El primero tiene un título significativo: “Mi padre sangra historia”. A fines de los ‘70 y en Nueva York, el anciano y enfermo padre roedor le cuenta a su adulto hijo historietista los detalles de su pasado periplo de sobreviviente. Allí surge el gran interrogante: ¿qué significa ser un sobreviviente de Auschwitz? En una de las viñetas, el ratón Art le plantea a su esposa ratona, Françoise:
Art: Yo me suicidaría antes de pasar por todo eso... Es un milagro que haya sobrevivido.
Françoise: ¡Ajá! Pero en ciertos aspectos no sobrevivió.
Los lectores realizan permanentes saltos temporales y espaciales: del presente de postguerra en EE.UU. al pasado europeo atravesado por el espanto sembrado por los ejércitos de Hitler. A lo largo de los cuadritos, sin atenuantes y lejos de resaltar el “costado glorioso” de su progenitor, el artista lo retrata -con toques de humor incluido- como un anciano avaro, manipulador, oportunista y maniático (entre otras “virtudes”) que en su juventud se parecía a Rodolfo Valentino.
El texto como una bofetada anticipada del pavor -que abundará en esas páginas- comienza con el ratoncito Art llorando porque sus amigos -durante un juego- lo abandonaron y se burlaron de él; ante esto, el padre ratón le dice: “¿Amigos? Si los encierras juntos en un cuarto sin comida, una semana entera... entonces verás lo que son los amigos”. El primer volumen se cierra cuando el hijo le grita a su padre que es un “asesino” porque destruyó los diarios personales de su madre (Anja). Esta relación traumática con el papá se refleja en diálogos como el siguiente: “Le gustaba mostrar lo hábil que era... y probar que todo lo que hacía yo estaba mal... Un motivo por el que me hice dibujante es que él pensaba que era una pérdida de tiempo”. Así, la meta-historieta (el oficio de historietista se hace tema del propio texto y quiebra el efecto verosímil) se vuelve otro punto valioso de “Maus”: “Hay algo que me preocupa sobre el libro que estoy haciendo sobre él... se parece demasiado a la caricatura del viejo judío avaro”. La “caricatura” paterna tiene su punto cúlmine cuando el viejo-ratón-polaco-judío-radicado-en-Norteamérica tiene una conducta racista: discrimina a un negro (“shvartser”).
Para cerrar en cierta manera, diremos que Art Spiegelman explora en profundidad los recursos de este género híbrido. Novela gráfica es un “rótulo” que le calza con relativa justicia a esta obra de arte donde se mezclan con acierto: biografía, historia, fábula, fotografía, crítica del cómic, saltos temporales cinematofráficos, relatos enmarcados, otras historietas dentro de la gran historieta que es “Maus”. Es una especie de “Divina Comedia” en cuadritos: un descenso a los infiernos “crematorios” donde arden “literalmente” hombres. Restan decir un millón de cosas de este riquísimo material que se redescubre con cada relectura. Pero, no vale la pena spoilearles el placer de encontrarse con él.
Para cerrar, repetimos las desafiantes palabras del ratón psicólogo de Art “Maus” Spiegelman (en el volumen II titulado “Y aquí comenzaron mis problemas”): “¡Cuántos libros se han escrito sobre el Holocausto! ¿Para qué? La gente no cambió... Quizá necesite otro Holocausto más grande. Los muertos no podrán contar su historia; quizá sea mejor que no haya más historias”.
Retomemos un caso paradigmático como Súperman (una especie de Hércules o Sansón): su anatomía se asemeja a la belleza de los modelos greco-romanos (particularmente las imágenes de divinidades del Olimpo) o a las figuras de los santos y arcángeles de la imaginería cristiana que coronan ciertos altares.
Por oposición a esto y ante un tema espinoso como la barbarie nazi, Spielgelman elige un dibujo minimalista (en blanco y negro) y pone el énfasis en el texto. En los campos de exterminio, para salvar el pellejo, un famélico, enfermo, sucio y asustado hombre hace lo que puede sin traje especial/espacial: sólo tiene un “pijama” a rayas que le calza mal y un par de zapatos que maltratan sus pies.