Martín Duarte | [email protected]
"Me bastaba mirarla y saborear su perfume para embriagarme con una sustancia narcotizante que me dejaba los pies entumecidos y la lengua gangosa".
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Son las dos de la mañana y su recuerdo se incrustó en mi insomnio como una visita incómoda pero anhelada. No se llamaba Carrie, su nombre era Claudia. Teníamos doce años. Era el año 1986. Eran nuestros primeros bailes en la casa de nuestros amigos: toda una aventura de entusiasmos que ensayan ser adultos. Había pocas luces encendidas en aquellos patios de permiso hasta las doce y pocos casetes. No podía faltar el de Europe: la banda del momento. Para distender a los invitados, para sacarlos a bailar, rodaba: “The final countdown.” Yo improvisaba pasos torpes de bailarín que parecían los del hombre de las cavernas haciendo esfuerzos por enderezar su espalda. Ella irradiaba un radical brillo de pelo rubio, lacio, perfumado, una sonrisa inagotable entre dos cachetones mullidos como almohadones. Claudia era una dama precoz: voz de dulzura masticable; manos tendidas entre este mundo y las delicias hiperbólicas del paraíso que me contaban los curas de mi escuela religiosa; llevaba su preciosa juventud despampanante pincelando los ojos de sus admiradores… Eso: los ojos…no me alcanzaban para abarcar su presencia, para englobar su cabellera (vuelvo sobre este detalle) que me enredaba y aprisionaba de sábado a sábado porque no paraba de pensarla en toda la semana y anhelaba con conmoción volver a tenerla a tiro… Claudia era toda una mujer de doce años… mientras que yo lucía como un monigote ensamblado en las camisas del Gordo Porcel y las zapatillas de Pie Grande; parecía estancado en mis juegos con los soldaditos y mis titanes de espadas y músculos de plástico.
Claudia era una dama precoz: voz de dulzura masticable; manos tendidas entre este mundo y las delicias hiperbólicas del paraíso que me contaban los curas de mi escuela religiosa
Me bastaba mirarla y saborear su perfume para embriagarme con una sustancia narcotizante que me dejaba los pies entumecidos y la lengua gangosa. Me bastaba mirarla para que – como un autómata- se activara en mí el módulo “pilotudo automático.” Quería quedar bien con ella, caerle en gracia, hacerme el gracioso para arrancarle una sonrisa y – a decir verdad- le arrancaba toneladas de carcajadas porque abría la boca y metía la pata como una media. Tenerla cerca detonaba en mi mente el manual del completo novato, la receta eficaz del analfabeto del amor: ¿qué tema hablar?; ¿qué obviedad no mencionar?; ¿la saco a bailar ya antes de que aquel petiso autoadhesivo y entrometido se le acople a la suela de su zapato?; ¿espero que lleguen los lentos?; ¿no será tarde para entonces?; ¿no aparecerá su madre y se la llevará temprano porque mañana comemos en casa de la abuela y hay que levantarse temprano?; ¡¿por qué no aprendo a cerrar mi bocota?!; ¡¿bocota?!; ¿cómo se besa?; ¿como en las novelas?; ¿se abren los labios y se mueve la cabeza de un lado para el otro?; ¿como un caramelo de menta antes?; ¿y si se enoja y la pierdo por atolondrado?
Tenerla cerca detonaba en mi mente el manual del completo novato, la receta eficaz del analfabeto del amor: ¿qué tema hablar?; ¿qué obviedad no mencionar?
De pronto asomaba “Carrie” y estábamos bailando. Ella ponía sus codos contra mi pecho a la manera de una llave de yudo que la acorazaba y defendía de mi osadía de embalsamado tigre inofensivo con la boca abierta y los pelos de punta. Creo que mi cuerpo temblaba, temblaba y sudaba como si mirase una de terror prohibida para menores de 100 años. “Carrie” giraba incansable porque había un encargado de rebobinar el casete con la velocidad de Billy The Kid desenfundando sus pistolas asesinas en la matinée del cine Garay. Los lentos no debían detenerse pese a la paupérrima discoteca del momento. Apoyaba mi cabeza contra la suya y sonaba la guitarra estéreo de Europe que me lanzaba como por un tobogán por sus largos pelos hasta la eternidad de un momento que todavía hoy -30 años después- revivo… con profunda emoción… Bailamos miles de veces… sin besos… ¡Sí, no la besé! Fue mi primer amor y nunca nos pusimos de novios.
Ahora escucho Europe. Aquella balada que un hombre enamorado le canta a su chica funciona como un conjuro… las arrugas se deshacen, los relojes no hacen duelo de horas y la vida se aligera y parece estar a punto de ser estrenada… ¿Vuelve a mí para hacerme compañía en esta noche donde el sueño no tiene ganas de irse a dormir? When the lights go down… may be we’ll meet again?