Por el profesor Martín Duarte
Por el profesor Martín Duarte
Vale la pena empezar con una cita de Mempo Giardinelli: “Como ya señalé en mi libro ‘Volver a leer. Propuestas para ser una nación de lectores’ (Edhasa, 2006) de hecho uno de los grandes engaños de los últimos 20 años fue que el fundamentalismo globalizador nos dio vuelta el significado de muchas palabras. La ‘moderación salarial’, por ejemplo, fue un modo de castigar a los trabajadores, como sabe cualquier docente argentino. Se llamó ‘reordenamiento’ a los despidos de personal. Para crear empleos primero había que ‘racionalizar’ y ‘ser competitivos’, y entonces para racionalizar y competir se cerraban las fábricas y resultaba que para generar empleos primero había que provocar desempleos masivos... Y así fue que del ‘excesivo gasto público’ terminaron siendo responsables los trabajadores, los maestros, los investigadores y todos los que cobraban sueldos menores. Y eso mientras en el mundo a los bombardeos se los llamaba ‘guerra humanitaria’ y a la pobre gente que moría bajo los bombazos se los llamaba ‘blancos involuntarios’ o ‘daños colaterales’. Y hoy mismo vemos cómo al control de cambios se lo llama ‘cepo’ (con todo lo que ese vocablo implica, como evocación de los horrores de la dictadura) mientras al dólar ilegal se lo llama, románticamente, ‘blue’.” La cita parece extraída de “Patas Arriba: La Escuela Del Mundo Al Revés” (1998) de Eduardo Galeano.
¿Por qué traigo a Giardinelli y Galeno? Porque los argentinos estamos -¡otra vez!- en crisis. Durante las crisis -me gusta citar a Petit- los esquemas de regulación (tanto sociales como psíquicos) se vuelven inoperantes. La aceleración de las trasformaciones, el aumento de la desigualdad, de las disparidades y el incremento de las migraciones, hace desaparecer las referencias que guiaban a la comunidad, hacen vulnerables a los hombres de manera variable según los recursos materiales, culturales y afectivos con que cuentan y el lugar en el que viven. Las crisis desembocan en un tiempo inmediato, sin proyecto, sin futuro, en un espacio en línea de fuga: ¡a veces provocan una pérdida total de sentido! Y esas crisis indudablemente- afectan a la tarea educativa: ¿Para qué educar? ¿Con qué referencias? ¿Para qué futuro? ¿Educar para el trabajo en un país donde crece el desempleo? ¿Estudiar para ser un profesional que terminará manejando un taxi (¡sin desmerecer el honrado trabajo de los choferes!)? ¿Estudiar para triunfar en la vida en un nación donde hace rato se remarca que la “guita no se hace trabajando”?
Galeano respondió estas preguntas con ironía o con psicología inversa: ¡Vamos a promover una escuela pantagruelesca que prepare a los próximos canallas del siglo XXI! ¡Fundemos una escuela cambalachesca donde se formen nuestros hijos y no se conviertan en los ilusos que empuñan utopías! ¡El que no llora no mama y el que no afana es un gil! ¡Ese puede ser el lema de esta institución! Esa escuela presenta un programa de estudio que incluye (entre otras ofertas académicas): curso básico de injusticia, de incomunicación, de racismo y machismo. Para que quede en claro esta propuesta “patas para arriba”, Galeano inicia su obra con una cita ejemplar y “moralista” de Al Capone: “Hoy en día, ya la gente no respeta nada. Antes, poníamos en un pedestal la virtud, el honor, la verdad y la ley... La corrupción campea en la vida americana de nuestros días. Donde no se obedece otra ley, la corrupción es la única ley. La corrupción está minando este país. La virtud, el honor y la ley se han esfumado de nuestras vidas.” Eduquemos - ¡entonces!- a los niños y jóvenes para que se “acomoden” a una realidad donde los violadores que más ferozmente violan la naturaleza y los derechos humanos, jamás van presos ya que tienen las llaves de las cárceles; donde los países que custodian la paz universal son los que más armas fabrican y los que más armas venden a los demás países; donde los bancos más prestigiosos son los que más narcodólares lavan y los que más dinero robado guardan; donde las industrias más exitosas son las que más envenenan el planeta; y la salvación del medio ambiente es el más brillante negocio de las empresas que lo aniquilan. Son dignos de impunidad y felicitación quienes matan la mayor cantidad de gente en el menor tiempo, quienes ganan la mayor cantidad de dinero con el menor trabajo y quienes exterminan la mayor cantidad de naturaleza al menor costo. El mundo al revés -afirma el escritor uruguayo- nos enseña a padecer la realidad en lugar de cambiarla, a olvidar el pasado en lugar de escucharlo y a aceptar el futuro en lugar de imaginarlo; en su escuela, son obligatorias las clases de impotencia, amnesia y resignación. Pero está visto que no hay desgracia sin gracia, ni cara que no tenga su contracara, ni desaliento que no busque su aliento. Ni tampoco escuela que no encuentre su contra-escuela. ¿Qué otra escuela es posible incluso cuando el panorama es negro?
Está a la vista que parafraseo y resignifico la frase de José Nesis: en el país de los piolas nos morimos o matamos como “boludos”. Es decir, hasta dónde nos ha servido ser los abanderados de la “picardía criolla” o vivir al pie de la letra la ética del tango “Cambalache”. Por ejemplo, contrariamente a lo que muchos piensan, estas recurrentes y cíclicas catástrofes argentinas son predecibles: ¡sabemos casi a ciencia cierta que cada diez o menos años tocaremos fondo y Fondo! Entonces, ante tan elocuentes hechos, por qué no rompemos esa lógica que nos atormenta desde décadas. Creo que tengo algunas respuestas tentativas.
La primera nace de Freire y está propuesta en “El grito manso”: con respecto a la dupla “esperanza-desesperanza” -dice el pedagogo- es bueno recordar que la historia no empieza ni termina con nosotros; en tal sentido, comprenderé que lo mínimo que pueda hacer siempre resultará útil. Por ello es preciso que el docente -¡vale esto para todo educador!- esté por lo menos inclinado a cambiar; la educación es una práctica política y el docente como cualquier otro ciudadano debe hacer su elección. Es preciso que el docente empiece a construir su coherencia, que disminuya la distancia entre su discurso y su acción, que haga frente a la ideología paralizante y fatalista que el discurso neoliberal ha impuesto. Textualmente, dice Freire: “La realidad no ES así, la realidad ESTÁ así. Y está así no porque ella quiera, ninguna realidad es dueña de sí misma, esta realidad está así porque estando así sirve a determinados intereses del poder. Nuestra lucha es por cambiar esta realidad y no acomodarnos a ella.”
La siguiente respuesta pasa por una frase adjudicada a Leopoldo Abadía “No paramos de preguntarnos qué mundo dejaremos a nuestro hijos, cuando la cuestión es qué hijos dejamos a este mundo.” Es decir, si educamos y formamos a nuestros hijos con valores y moral adecuada, tendremos mayores posibilidades de que creen y formen una sociedad mejor, que vivan en un mundo mejor. Esto va en sintonía con lo que afirma Catherine L’Ecuyer: “Nuestros hijos han de ser fuertes, tener personalidades propias (...) Hemos de explicarles lo que es de sentido común: lo que está mal está mal, aunque lo haga todo el mundo y lo que está bien está bien, aunque no lo haga nadie. Y a veces tampoco es cuestión de ‘bueno’ o de ‘malo’, es cuestión de buscar la excelencia y de que encuentren su propio camino y tengan su propio sentido de identidad, no el del amigo o del grupo.”
En el mes de septiembre, mes del maestro, del profesor y del estudiante (entre otras celebraciones escolares) el desafío pasa por habitar escuelas que no se resignen, que no sean apáticas, que piensen y repiensen la realidad atravesada por la crisis, que estén cargadas de esperanza contra toda desesperanza. La educación no es “omnipotente”: ella sola no alcanza para cambiar un país tan maltrecho como el nuestro pero -¡sí!- constituye una herramienta clave, fundamental y necesaria para la transformación.
La educación es una práctica política y el docente como cualquier otro ciudadano debe hacer su elección. Es preciso que el docente empiece a construir su coherencia, que disminuya la distancia entre su discurso y su acción, que haga frente a la ideología paralizante y fatalista que el discurso neoliberal ha impuesto.
Durante las crisis -me gusta citar a Petit- los esquemas de regulación (tanto sociales como psíquicos) se vuelven inoperantes. La aceleración de las trasformaciones, el aumento de la desigualdad, de las disparidades y el incremento de las migraciones, hace desaparecer las referencias que guiaban a la comunidad.