Martha F. Raviolo Mascaró
Fausto se ha convertido en el mito del hombre de Occidente, ávido de éxito, de saber y poseer, capaz de sacrificar la vida, el honor e incluso el alma, en su desmedida obsesión por el poder.
Martha F. Raviolo Mascaró
“Los alemanes son algo así como las tropas de exploración del espíritu humano”. Así resume Madame de Staël su visión del período 1770-1830, época de oro de la literatura y filosofía germánica.
No deja de sorprender la pujanza espiritual y fértil producción intelectual de una Alemania que aún no terminaba de recuperarse del atraso cultural provocado (entre otras causas) por la Guerra de los 30 años.
En ese lapso se da la convergencia de movimientos artísticos y culturales en una especie de campo de fuerza cuyo centro ocupa la preocupación por el Hombre como ser vivo portador de humanidad.
Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832), polímata y genial poeta, emprendedor de “viajes a lo infinito”, es la figura más destacada del período que, merecidamente, adoptó su nombre: Época de Goethe.
¿Qué recónditos arcanos develó el poeta al bucear en lo profundo de la condición humana? ¿Con qué respuestas regresó tras rescatar el mito de Fausto?
La leyenda de Fausto data del S. X. Aparece en Europa procedente de Asia (encarnada en el monje Teófilo, emparentada con la de Antonio y San Cipriano de Antioquía).
Del Fausto histórico (1480), cuya vida estuvo rodeada de misterio, poco se sabe. Las hipótesis apuntan a un mago y alquimista que habría alcanzado cierta fama por sus conocimientos en arte y ciencia. En torno a él se tejió la leyenda de su relación con Satanás a quien le habría vendido el alma a cambio de satisfacerle el deseo de poder y conocimiento absoluto.
Esos datos de antiguo origen darán vida al mito de Fausto que, ya en el S.XVIII, unificará la temática de diferentes expresiones artísticas en distintos países hasta convertirse finalmente, en el S. XX e indiscutiblemente en nuestros días, en el mito del hombre de Occidente, ávido de éxito, de saber y poseer, capaz de sacrificar la vida, el honor e incluso el alma, en su desmedida obsesión por el poder.
Tal es el Mito que emerge, desde una urdimbre de símbolos, como conflicto central del “Fausto” de Goethe.
En mi opinión, cuando un artista (escritor en este caso) decide asumir su oficio con sentido mítico alcanza una penetración profunda que lo acerca a verdades insospechadas. Con la mitología es posible expresar intuiciones que en estado latente yacen en lo más recóndito de la conciencia individual. Comprender el mensaje no es fácil. Lograrlo implica disposición para acceder al universo de símbolos y aceptar ese metalenguaje como vehículo de respuestas dejadas por antiguos pueblos para las eternas preguntas de hombres y mujeres de todos los tiempos.
Para abordar las respuestas que nos dejó el genial escritor incluyo dos breves resúmenes de fragmentos del “Fausto” (P.2da.1825-1831), que permiten enfocar el impacto de su sorprendente actualidad.
A fin de comprobar o no su pertinencia, vale pensar cómo nos interpelan y/o qué situaciones actuales evocan dichos pasajes.
1) La escena se desarrolla en un castillo de la Edad Media. Mefistófeles, príncipe del infierno subordinado de Satanás (a quien Fausto ya le ha vendido el alma) se presenta ante el Emperador ofreciéndole reemplazar al Bufón, impedido por una caída. Mediante esa argucia el súbdito del Diablo logra entablar una discusión con el canciller y los cortesanos sobre asuntos de Estado y de Finanzas. Enfatizando la mala situación de la Hacienda les ofrece la creación de papel moneda con garantía de las Minas del Imperio. Luego el Emperador lo recompensa designando a él y a Fausto, con carácter indefinido, Superintendentes de Rentas y Directores de Minas de todo el Imperio.
2) Fausto, ahora Emperador, reside en un palacio aislado. Está viejo y medita sobre su pasado. Entonces recibe la visita de cuatro mujeres encanecidas, son ellas la Deuda, el Hambre, la Inquietud y la Angustia. Esta última llega hasta él y al soplarle la cara lo deja ciego, impidiéndole ver una profunda fosa cavada por Mefistófeles para hacerlo caer en ella. Fausto cae y muere. El Maligno festeja sintiéndose vencedor...
Desde una mirada actual, en nuestro país la “inquietud” no cesó de crecer hasta convertirse en encanecida “angustia”. Palabras como “hambre”, “deuda”, se desgastan en la insistencia sin perder sonoridad. Expresiones como “creación de papel moneda” o “garantía de las minas del Imperio” despiertan ecos de voces de alerta (¿FMI? ¿Yacimiento de Vaca Muerta?).
A casi 200 años de publicada la segunda parte de la obra, su lenguaje devenido en símbolos no nos resulta ajeno, pareciera referirse a nuestro tiempo de mutación y perplejidades.
Pero a diferencia de Alemania en tiempos de Goethe, Argentina no logra ponerse de pie para recuperarse de sus funestas batallas de las últimas décadas, por impericia de la clase dirigente, por vaivenes políticos y judiciales, por estragos de la corrupción y una profunda crisis de valores que nos impide reencontrar el rumbo. ¿Hay un Fausto entre nosotros? ¿Intentará redimirse?
Sabemos que Fausto muere en la ficción y su alma buscará absolución. Para lograr la salvación contará con la intervención de las potencias celestiales operando en su favor (en lo simbólico, Dios y los ángeles; en lo terrenal ¿el Santo Padre, la Iglesia y sus Ministros?).
No sabemos quién mata a Fausto, si Mefistófeles (el “Mal” que lo conduce al oscuro abismo: la fosa) o Angustia (la “Culpa” que lo deja ciego por desoír a la prole de desvalidos).
Antes del desenlace la obra comienza a transitar una dimensión alegórica en la que tiempo y espacio son abolidos y todo se vuelve símbolo.
Símbolo son los esponsales de Fausto con la mítica Helena de Troya.
Símbolo es Euphorión, el hijo engendrado por la unión de ambos que no llegará a vivir (¿pañuelo celeste o pañuelo verde?).
Símbolo es Homunculus, el hombre artificial pero inteligente que sale de la redoma (¿probeta?) y continúa vivo.
Símbolo es, en definitiva, la madurez de espíritu que la ilusoria posesión de Helena le proporciona a Fausto y lo incita a “hallarse una tierra libre y con un pueblo libre”.
Para instalar en el texto esa altruista idea, Goethe habilita a Fausto la facultad de colonizar un terreno enorme y devaluado donde edificará mansiones para millones de hombres y mujeres que allí fabricarán su propia libertad.
Es en este pasaje donde queda establecido que la realización personal de Fausto ha de estar unida a la de su prójimo. Por eso su alma es salvada.
La obra se cierra con un auto sacramental que destaca los efectos de la gracia divina: “quien se ha afanado por buscarla tiene la redención ganada”.
Desde esa perspectiva la resolución del conflicto no solo previene sobre los peligros que entraña la desmedida ansia de poder, sino que sugiere una enseñanza en el contexto de una metafísica moralmente orientada: que el libre desarrollo del individuo está supeditado al libre desarrollo de todos.
Al finalizar estas reflexiones recuerdo un reciente murmullo que iba en aumento. En la pantalla de un televisor cercano veía al Presidente Macri acompañado por su esposa en el balcón de la Casa Rosada, visiblemente emocionado, saludando con los brazos en alto a la multitud que se agolpaba en la histórica Plaza de Mayo...
Inmediatamente otra imagen, repetida y no muy lejana, se instaló en mi mente, la de la ex-Presidenta Cristina Fernández en otro balcón a cielo abierto de la misma Casa, (sonriente a veces, enérgica otras) con el brazo extendido por sobre la militancia que inundaba el patio interior, de centenarias palmeras e icónica fuente...
Me quedé pensando: ¿quién es nuestro Fausto... ella o él? ¿o son dos caras de una misma moneda?...
La respuesta alumbra desde un último símbolo que extraigo de la compleja, por momentos críptica, siempre magistral obra de Goethe:
Ericto (bruja y vidente de la epopeya narrativa Farsalia), mientras evoca las legiones fantasmas en el campo de batalla, medita:
“¡Ya cuántas veces se repite! / ¡Cuántas más se repetirá hasta el infinito!
Nadie quiere dejar la tierra al otro...”.
La vidente medita; yo la interpreto y juzgo:
Nadie quiere entregar el bastón.
Fausto se ha convertido en el mito del hombre de Occidente, ávido de éxito, de saber y poseer, capaz de sacrificar la vida, el honor e incluso el alma, en su desmedida obsesión por el poder.
A diferencia de Alemania en tiempos de Goethe, Argentina no logra ponerse de pie para recuperarse de sus funestas batallas de las últimas décadas, por impericia de la clase dirigente, por vaivenes políticos y judiciales, por estragos de la corrupción y una profunda crisis de valores que nos impide reencontrar el rumbo.