Ignacio Hintermeister | [email protected]
Un senador está acusado de violar a una mujer. Todo acusado tiene derecho a un proceso justo. El Senado protege a sus integrantes travistiendo inmunidad por impunidad. Y la sentencia firme es como el horizonte, que está a la vista, pero nunca se llega.
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“La violación de la política”, deberían titularse estas líneas. Algún desprevenido podría interpretar que la política fue violada, pero eso demandaría en rigor otra preposición. La deliberada polisemia es una excusa para reflexionar sobre lo sucede en el Senado. No en todos los ámbitos se le concede simple licencia al acusado de un delito grave como la violación de una mujer, más aún de una sobrina.
Una acusación así presenta al sistema institucional un doble desafío. Existe la primordial necesidad de atender con el mayor rigor posible el derecho de la denunciante, y por otro lado, la justicia debe ser ciega a la hora de evaluar los hechos, con vistas a preservar bienes sagrados como la libertad y la integridad de las personas.
Ráfagas de comprensible indignación pueden arrasar por estas horas con la imagen de un acusado, sea éste inocente o el más abominable de los victimarios. En cualquier caso toda persona tiene derecho a ejercer su defensa en debido proceso y el sistema está obligado a prevenirse de distorsiones de opinión pública. Está convenido que nadie es culpable si no se demuestra lo contrario... en sede judicial y con sentencia firme.
“Ninguno de los miembros del Congreso puede ser acusado, interrogado judicialmente, ni molestado por las opiniones o discursos que emita desempeñando su mandato de legislador”, dice el artículo 68 de la Constitución Nacional. No hace falta un fallo jurídico para verificar que la Carta Magna es sistemáticamente violada por aquellos legisladores que abusan de ese precepto constitucional, para garantizarse la impunidad penal con la que es travestida la inmunidad legislativa.
No fue el protocolo de género sino la conveniencia política lo que le concedió a José Alperovich los 180 días de licencia. “Sin goce de sueldo”, como si eso untara de legitimidad moral a la decisión del cuerpo legislativo. El tucumano ha argumentado que él es la “víctima” de una “infamia”. La carta abierta de su sobrina relata aberraciones que abruman y obligan, no sólo en términos de creencias de género. No es ésta una cuestión que deba reducirse a la fe de mujeres que creen a las mujeres, sólo por su condición de tales.
¿Qué pasará dentro de seis meses? La Cámara de Senadores no desconoce los tiempos que demanda la acción judicial, en particular contra un senador nacional, protagonista de soberbias demostraciones de poder político feudal.
Los acusados con procesos penales avanzados y con bancas en el Senado no son famosos por pedir celeridad procesal; todo lo contrario. Es parte indispensable del artilugio de la llamada doctrina Pichetto, que permite a quien voló un pueblo o traficó armas siendo presidente de la Nación, seguir ejerciendo en el Honorable cuerpo. Apenas un ejemplo entre otros.
Sobran las presentaciones invocando la Convención Americana sobre Derechos Humanos para reclamar por abusos en la prisión preventiva. Se levantan las voces -en la oportunidad del momento- por una Navidad sin presos políticos. El Papa acusa al “law fare”... pero ¿alguien reclamó invocando el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, para ser juzgado sin dilaciones indebidas?
Quien se “autopercibe” culpable en su íntima conciencia, no pide justicia sino que ensaya chicanas procesales.
La acusación a José Alperovich es de violación como delito de instancia privada. Y conlleva una imputación a la política, que viola el más elemental sentido de justicia, sometida con la deliberada complicidad de tiempos procesales diseñados como el horizonte: están a simple vista, pero nunca se alcanzan.