En general se recuerda más los finales, pero los comienzos son importantes. Y Alberto Fernández quiso iniciar su mandato -y así lo explicitó en el propio discurso- “reivindicando mi compromiso democrático que garantice entre todos los argentinos, más allá de sus ideologías, la convivencia en el respeto a los disensos”.
Y coronó esa idea con una definición emblemática: “El sueño de una Argentina unida no necesita unanimidad. Ni mucho menos uniformidad. Para lograr el sueño de una convivencia positiva entre los argentinos, partimos de que toda verdad es relativa”. En las antípodas del apotegma peronista de que “la única verdad es la realidad” y del afán hegemónico que jalonó toda la gestión kirchnerista. Más cerca, en todo caso, de lo que el propio Néstor Kirchner -aquel de la pretensión transversalista- enunció, aunque después los hechos hayan ido por otro cauce: “Tal vez de la suma o la confrontación de esas verdades podamos alcanzar una verdad superadora”.
Télam
Pero en rigor, el comienzo fue antes. Minutos antes, cuando la primera mención del discurso fue para los 36 años de democracia, y para la figura de Raúl Alfonsín. Y cuando, sobre esa base, convocó a un nuvo Contrato de Ciudadanía Social, donde se “abrace al diferente” y se acuda en auxilio de los más necesitados, para después “llegar a todos”.
Y antes aún: cuando ese “abrazo” al diferente, simbólico y dotado de distintos niveles de interpretación, se materializó con el presidente saliente. El mismo que le entregó los atributos de mando que no pudo recibir de su antecesora y actual vicepresidente, la misma que le negó hasta la misma mirada durante el frío y protocolar saludo. Y el mismo abrazo que ya habían ensayado días antes, en una misa que asumió un carácter impensada y secularmente ecuménico.
Más allá de cómo se desarrolle el tramo inaugural del gobierno de Alberto Fernández, y de las medidas que ya anunció en su discurso, resulta esperanzador que lo haga bajo los auspicios de la unidad.
“Con sobriedad en la palabra y expresividad en los hechos”.