Por Bárbara Korol
Tomo un sorbo pequeño de vino. Dejo que suavemente el líquido oscuro me golpee el paladar y libere sus encantadores matices...
Por Bárbara Korol
Tomo un sorbo pequeño de vino. Dejo que suavemente el líquido oscuro me golpee el paladar y libere sus encantadores matices... El cabernet de Cafayate me enamoró apenas besó mis labios con sus confusas notas picantes y chocolatadas, y ya no pude resistirme a su sabor agradable nunca más.
Dejo la copa en la mesa, observo las tonalidades que se traslucen y se transforman, que dibujan sensaciones difusas y raras. Las ciruelas y las uvas pasadas de verano disuelven su aroma en el cristal. Una nostalgia se demora en mis ojos y me nubla la mirada. Una mujer se me viene a la boca como un grito placentero y doloroso. Apuro otro trago de vino. Deseo que sea infinito y apague mi sed y mi añoranza. Siento el flujo ardiente y voluptuoso acariciando mi garganta. Es un roce íntimo, profundo, casi obsceno. Respiro aliviado, sereno, disfrutando ese instante en el que el recuerdo y el olvido se amalgaman de manera perfecta dejando una dulce huella etílica en mi memoria. Y termino la botella.
Dejo que suavemente el líquido oscuro me golpee el paladar y libere sus encantadores matices... El cabernet de Cafayate me enamoró apenas besó mis labios con sus confusas notas picantes y chocolatadas, y ya no pude resistirme a su sabor agradable nunca más.