El virus trastornó a dramática y ciega la clásica disputa entre el control social y las libertades individuales. Fiel a la cultura política del personalismo paternalista, el presidente Alberto Fernández ha decidido encabezar la gestión sanitaria y comunicacional; los cacerolazos en reclamo a los ausentes gestos de la clase política le están advirtiendo que la gestión social y económica son -a corto plazo- tan decisivas como la primera para preservar la vida.
No hay crítica razonable que se pueda hacer a la gestión del mal llamado aislamiento social; debería denominarse distanciamiento físico para bienestar social.
El aislamiento es una justa y necesaria decisión del gobierno, imperativo en orden a los bienes de vida invocados, y consentido solidariamente por la gran mayoría de quienes ejercen ciudadanía responsable.
Pero hace décadas que la Argentina hay muchas personas que quedaron por debajo de la condición ciudadana, en flagrante estado de pobreza e indigencia, transgeneracional y creciente. Las invocadas culpas ajenas son directamente proporcionales a la incapacidad propia de cada gobierno en esta materia, según el tiempo transcurrido en el poder en cada caso.
Es alarmante pero comprensible ver cómo los más débiles se amontonan en cajeros automáticos, más allá de todo temor y en procura de la ayuda asistencial. El hambre es por ahora más plausible que un bichito invisible. Excepto cuando éste se haga cadáver vecino; las imágenes de Italia o España son la advertencia.
El gobierno nacional -los provinciales- no lo ignoran ni lo explicitan por prudencia. La presencia disuasiva del Ejército “sin armas” en el conurbano rosarino no es casual, pero evidencia que ya no sirve el relato. La preocupación por La Matanza y su vecindad con la ciudad de Buenos Aires es el espanto que une.
¿Cómo seguirá la historia? Nadie lo sabe. No hay vacuna; y si el virus persiste año tras año sin que la manada se cure, el aislamiento físico -incluso segmentado- será desbordado también en los espíritus más solidarios.
Una alternativa del Estado será más control social, pero los medios para lograrlo y sus dosis tendrán que ser más eficaces que el temor, el hambre y la desesperación.
Esa tensión difícilmente encontrará dispositivos represivos que mejoren el consentimiento de libertades capaces de gestionar “el mal menor”. Preservar las empresas, grandes, pequeñas y medianas, para que puedan mantener empleos y salarios en actividad, será en pocas semanas más un objetivo tan indispensable como el aislamiento.
Es inútil pretender cobrar impuestos a quienes no facturan nada. Las “ganancias presuntas” serán, menos tarde que temprano, más absurdas que nunca. Si es que eso es posible.
¿Alguien imagina un Estado que controle todo en orden a un bien superior? En la verificable historia moderna y contemporánea, eso sólo es posible matando tanta o más gente que una pandemia.
El 2001 dejó experiencias dolorosas que demostraron ser un mal menor. Se preservaron -por ley, no por decreto- empresas nacionales y al sistema bancario; el corralito perjudicó individuos pero salvo al sistema, contemplando derechos “lo mejor posible”.
La gestión sanitaria se hace en base a incertidumbres y prevenciones, pero no admite críticas. Es hora de encarar la gestión social y económica, y en este caso el personalismo no es admisible.
Tal vez la demorada mesa de diálogo social sea el camino, pero el Congreso no puede estar ausente ni la Justicia en feria. Las vidas de legisladores y magistrados no valen más que las de un enfermero.
Las instituciones son los dispositivos indispensables para resolver el dramático dilema político; el arte de lo posible debe ejercerse con la Constitución en la mano y cantando la canción que los argentinos tenemos en común, y que aclama: “Libertad, libertad, libertad”.