Hace unos días, por estos extraños mecanismos de las conversaciones entrecortadas por la distancia y el tiempo, las dos coordenadas que la pandemia alteró, una respuesta sobre mis dolores de panza por exceso de harinas y chicharrón (el pan con chicharrón es un vicio con bastante potencialidad de droga prohibida, que en rigor tengo prohibido, me refiero al pan con chicharrón, harinas y chicharrón, harinas como sea, sedentarismo como “Dánger”, vivo lleno de alertas amarillas en la jornada) traía un consejo que recibí y que, confieso, lo veo como un mensaje que es una síntesis de 100 días encuarentenado.
“Cuidate. Pasó mucha vida distinta por nuestros cuerpos en estos tres meses...”. Pocos resúmenes definen tanto esto que volvió nuestros días, nuestras vidas, como dice el tango de Discépolo “fané y descangayada” una vida que, convengamos, nunca había sido fácil.
Tal vez no haya mención estadística, como tampoco un estudio serio, orgánico y profesional sobre un hecho que todos podemos convenir en la certeza: sucedió. La peste en mi pago trajo dos actitudes conciliables, reales, confesas. Un día nos miramos el cuerpo y una noche nos miramos el alma. Una introspección gaucha, mínima pero real y una certificación en los agujeros del cinturón.
Debido a la peste crecimos en el conócete a ti mismo. Admitimos la panza y el olvido de los regímenes dietéticos.
Los programadores de avisos en la tele abundaron en recetas de sopas, de jabones para las manos y el pelo (resecos por el alcohol, según informan, pero son avisos publicitarios) y de juegos para chicos. También de series, películas y capítulos y capítulos de historias que oscilaron entre mafias, hospitales y amores contrariados. Nada nuevo.
La mirada por todos los canales traía una catarata, retahíla, un collar de notas, notículas, informes, puestos fijos, oportunas opiniones del corresponsal en visitas a… las mil formas del coronavirus y la sociedad como el problema vital y lo era, lo es, lo será solo que ¡ay!, contado por colegas que no son profesionales terminan cargándonos de culpas y recomendaciones en muchos casos insólitas.
Podrá ser cierto, pero que en el Siglo XXI oler un algodón embebido en vinagre (ácido acético) sirva para determinar si uno está enfermo (o no) le agrega un componente de tribu, superchería, vudú y magia negra a la cuestión. Confieso: mi abuela me llevaba a lo de una amiga suya a curarme “el empacho” (El ácido acético puede encontrarse en forma de ion acetato. Se encuentra en el vinagre, y es el principal responsable de su sabor y olor agrios. Su fórmula es CH₃-COOH. De acuerdo con la IUPAC, se denomina sistemáticamente ácido etanoico. Wikipedia).
Si lo pensamos bien el remedio no existe y el coronavirus ataca como quiere y todos, los humanos todos, nos defendemos escondiéndonos, respirando lejos del otro y lavándonos las manos. Va pareja la defensa utilizada con el vinagre como detector de la malévola partícula. Mismo anaquel de la ciencia.
Vuelven, de aquellas vidas pasadas, los remedios caseros. Enoja a los científicos pero se unen, re unen y concilian para terminar indicando: lávese muchas veces las manos, escóndase, tápese la nariz y la boca, si es posible los ojos. No circule por los lugares que solía frecuentar.
El Túnel Subfluvial Hernandarias, rebautizado Silvestre Begnis - Uranga, el que une bajo el lecho del río a dos provincias, define sanos y enfermos con el algodón embebido en vinagre y el imperativo: huela. Si no huele no cruza porque está potencialmente enfermo.
Las películas hablan de los buenos y los malos y también lo dicho: el amor siempre triunfa. Los noticieros mencionan retenes de la autoridad policial, colocados para consolidar el mandato de circular poco y a velocidad mínima en automóviles rigurosamente vigilados.
En los telefonitos una serie de dibujos re significados como “código QR” actualizan el “Martín Pescador, ¿se podrá pasar?...”. Y la fiebre indica que te aislarán como el posible apestado que la sociedad detesta.
Es cierto el consejo de mi estimada amiga: he sido padre, amigo, lejanía, abuelo, vecino, sedentario y desesperado lector, vociferador de improperios y habitante de un sofá que no me conocía y aquí esto, en poco más de tres meses, impenitente viajero del circuito de Charlie; de la cama al living.
No somos una tribu de Ícaros. Tengo para mí que no salimos fácilmente del laberinto. El tango de Discépolo que cité (“Esta noche me emborracho”) estrenado en el 1928 por una cantante (Azucena Maizani) tiene un final demasiado nihilista como para ocultarlo: “esta noche me emborracho bien, me mamo bien mamao… pa’no pensar…”. Convengamos, pensar en la peste tiene un costado nihilista. Otros re condujeron sus empresas y hacen barbijos y /o mascarillas. Y les va muy bien. No sé su dieta diaria. Ojalá sea con el uso indebido de pan con chicharrón. Para imitarlos.