Fue en comunicación virtual con militantes que Alberto Fernández dijo que la sociedad –en especial la que se movilizó el 17 A– está sometida al “ametrallamiento mediático permanente”. Sostuvo que cuando termine la pandemia, habrá un “banderazo de los argentinos de bien”.
Es probable que el peronismo mantenga sus posibilidades de organizar grandes movilizaciones, pero eso no convierte al resto en argentinos malignos. Y los medios no usan balas ni ametralladoras. Sólo usan palabras, que pueden ser consistentes o disidentes al discurso oficial, según se pueda ejercer la libertad de expresión consagrada por derechos humanos básicos y por la Constitución.
La intolerancia desde el poder a palabras con las que “el otro” se define, incluso en la disidencia interna, es un peligroso signo de estos tiempos políticos. Quedó en evidencia la pasada semana cuando 90 diputados nacionales opositores, sentados en sus bancas, fueron ignorados por Sergio Massa, el presidente del cuerpo legislativo.
El oficialismo tuvo mayoría “logueada” para la ocasión, pero no hubo consenso para el uso de un dispositivo extraordinario en la sanción de una ley. Por abuso desde tablero de comando virtual, el tigrense le quitó a muchos legisladores el derecho de ejercer las funciones para la que fueron elegidos, aún cuando eran minoría relativa en la ocasión. La democracia no puede reducirse a la supremacía estadística, menos aún al sometimiento tecnológico.
El gobierno nacional insiste en acusar a los medios por crear un simulacro de espacio público y de inducir a ciudadanos portadores de muerte por contagio. La irresponsabilidad sanitaria de muchos individuos y grupos existe, pero las matanzas organizadas son un delirio que sólo tienen entidad en las acusaciones del oficialismo, a falta de mejores argumentos propios.
Desde los orígenes del sistema representativo de gobierno, a todo oficialismo le molesta el poder puesto a debate, que es el mecanismo encargado de de “reconducir la voluntad a ratio” en la concurrencia pública de argumentos que se disputan abiertamente la razón, en busca de un interés universal.
Es el principio de la sustitución del poder de un soberano absoluto. Dicho de otra manera, sin la palabra que expresa la alteridad en un orden reglamentado de ejercicio del poder, la razón retrocede ante un nuevo absolutismo, sin la intermediación parlamentaria o con un congreso simplemente sometido.
¿Alguien está tentado en ser intérprete exclusivo del bien? La versión laica del representante exclusivo de Dios habita en lo profundo del populismo. Donald Trump, Vladimir Putin o Nicolás Maduro son, a diestra y siniestra, íncubos de una pulsión que ronda a la Casa Rosada y oscurece al Congreso Nacional.
Donde el mandatario asienta su poder, define su modelo. Según Hobbes, “la verdad y no la autoridad hace la ley”. Locke la vincula con un common consent y Montesquieu la reduce a raison humaine. Tal vez haya que repasar los clásicos, pero no se necesita mucho para distinguir la enorme diferencia entre las palabras y las balas.