El Capitán General Gaboto, nunca prestó atención a las creencias ancestrales de los pueblos originarios, ni se interesó demasiado en las señales que la naturaleza del nuevo mundo ofrecía en forma prolífica, tampoco había cultivado la intuición, además pensaba firmemente que la ambición, hija predilecta de la fría razón humana era la fuerza que movía al universo.
Sobre la costa norte de la hoy llamada ciudad de Paraná, a poco menos de cuarenta millas río arriba de la desembocadura del Carcarañá, el murmullo de los soldados en el puente de proa lo compiló a salir de su camarote.
Observó fijamente el rostro aindiado de Francisco del Puerto, antes que a las llamas y a la humareda que, por entonces, ya dominaba el paisaje.
-¿Lenguaraz, tú crees que se trata de Sancti Spiritus? Demandó elevando la voz, pese a encontrarse apenas a dos pasos.
-Si Capitán, es el Fuerte… Respondió sin vacilar.
Tras el fuego el desbande hacia el poniente, hacia la pampa, todavía una extensión innominada. Mujeres con críos en brazos, niños, animales domésticos y hombres de acá y de allá.
Todo el poblado, menos los veintitrés guerreros Chaná, en carrera tierra adentro; todos querían alejarse, poner punto final al episodio del hombre blanco.
Es que, en el estropicio final del Fuerte de Sancti Spiritu, no había ambición material, ni sed de venganza, ni siquiera odio generalizado. Sólo había miedo. Por un lado el temor a ser sojuzgados, por el otro, el intento de los castellanos de evitar lo inevitable.
Fue por eso que los hombres que venían allende del mar, del reino de la codicia, no alcanzaban a comprender cómo esta gente que fue invitada a convivir con ellos, luego preparada para sembrar trigo, construir barcos, aprender valores de la civilización, y que incluso fueron presentadas al Nazareno, el verdadero y único hijo de Dios, hoy se levantaban destruyendo su futuro.
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Sebastián Gaboto, no era uno más, sino el principal sorprendido, nunca entendió los motivos del indio para incendiar su preciado fuerte.
Años después, al momento de redactar sus memorias, buscó excusas en el imperdonable aburguesamiento de sus soldados, en la actitud siempre desagradecida de los Chaná–Timbúes e incluso en el garrafal error de permitir embarcar una mujer en semejante empresa.
Los europeos solían asociar el soltar amarras con la libertad. Los aborígenes vivían en altamar.
Esa fatídica noche, navegando con viento del este, la goleta Santa María, de regreso río abajo, pasó a pocos metros de la gran hoguera en que se había convertido la primera construcción del hombre blanco en tierras salvajes.
El capitán general, asido a la rueda del timón, trajo a colación una de sus frases despiadadas "son tiempos de decisiones drásticas, no de heroísmo temerario". Con la destrucción a la vista del Fuerte de Sancti Spíritus y la aseveración de que río arriba no se llegaba a la tierra del Rey Blanco, no había motivo alguno para permanecer en las indias occidentales.
Sebastian Cabot, natural de Bristol, Inglaterra, capitán general y piloto mayor del Rey Carlos I desde la muerte brutal de Díaz de Solís, ordenó mantener el rumbo sureste y seguir navegando río abajo, sin amarrar en la playa de Sancti Spiritu envuelta en llamas. Abandonando su fuerte, su gente y una gran cuota de su ambición.
Cinco, quizás seis o siete sombras castizas comenzaron una carrera a nado furiosa hacia el barco en velas, pretendiendo huir de la devastación y la muerte. Es posible, sólo posible, que el comandante no los haya vistos, pero seguro escuchó los alarido desesperados que lanzaron antes de ser alcanzados por los aguijones voladores que en enjambre llegaron desde la barranca.
-Avanzad, avanzad, a toda vela…
Estremecido y furioso, en la baranda alta del Jardín de Popa, Francisco Del Puerto observó de cerca cada uno de los cadáveres que flotaban para siempre en las aguas de barro y carmín. No era por misericordia ni tampoco por sadismo, buscaba un cuerpo, su cuerpo. Buscaba a Lucía.
La intuición le volvió a susurrar al oído; supo que debía permanecer cautiva, o malherida pero viva; fue entonces que se decidió a saltar; saltar por la borda hacia lo que supuso sería el infierno, pero no, esta vez me equivocaba, iba camino al edén.
-Lenguaraz, vuelve a bordo. Fue el saludo de despedida del capitán general Gaboto. Estúpido salvaje…es una orden.
Ya entre los tizones humeantes del Fuerte, tres grupos humanos, en bifurcación de destinos.
Los aborígenes deseosos de volver a su vida anterior, creyéndose liberados para siempre del sometimiento de los extranjeros; los europeos, desilusionados por el fracaso de la expedición, sin Fuerte, sin especies y sin metales valiosos, mal heridos, casi muertos, sollozando. Mirando tras la humareda como la nave que los había traído, a toda vela se perdía en el horizonte. ¡Insultando!
Y estaban ellos. El tercer grupo, los que decidieron quedarse, desde antes del fuego.
Ellos eran distintos, los predestinados. Muchos, casi todos, ya habían formado familia, ya vestían, cazaban y pescaban como los de acá. Para ellos el desconcierto.
Dolor de parto para un pueblo nuevo que aun no tenían nombre pero que al momento de ser bautizados, los hombres de letras tuvieron muy presente aquella frustración del objetivo que los llevó a cruzar el Atlántico.