Bárbara Korol
Bárbara Korol
Los días de frío son siempre raros e intensos. Vienen cargados de chubascos y melancolías. Por la ventana de la galería veo las gotas cascabeleando sobre las hojas de los maitenes y los radales, a veces con furia, a veces con ternura. Mientras el paisaje se colma de tristezas, los ñires festejan el otoño con su follaje rojizo y lujurioso para después mostrar su insolente desnudez a los demás árboles del bosque. El cielo está gris y opaco y siento que Dios desgaja su pena por tanto desencuentro y tanto desamor. Las cadencias del agua se encadenan en un tiempo interminable que invita a mirar hacia adentro esos rincones secretos que casi nunca visito, a evocar mi rebelión desconocida por estructuras y límites. Siempre estoy en el borde de la vida, en esa instancia misteriosa donde soy yo y soy otra diferente, enigmática y lejana. El desamparo me persigue y yo me dejo envolver por sus caricias de amante añorado y arisco. Con el frasco de dulce de leche en la mano, mi orfandad de afectos se deshila y se disuelve en el borbotón de sangre y fuego que me anuda el pecho. Ese sabor entrañable y tramposo provoca que reminiscencias villanas dejen en mis ojos huellas de salitre y humedad. ¿Qué hago con mis ganas de llorar, con mis recuerdos de niña humilde y feliz? ¿Cómo el destino convirtió en pantanos y desiertos los esteros luminosos del pasado? ¿Dónde escondo este amor que se rompe en mi cuerpo sin ilusión y sin piedad? Quiero que esta lluvia austral borre mi memoria y lave mis heridas. Necesito que esta inmensidad solitaria y verde se expanda en mi alma y geste dulcemente nuevos sueños y rumbos milagrosos hasta que la magia de la nieve baje desde el infinito para salvar mis deseos del olvido y renovar mis cariños oxidados.
Entonces dejaré de ser la malquerida y en mi rostro claro de mujer silvestre germinara esperanzada otra sonrisa.