Mauricio Yennerich
Mauricio Yennerich
Cuando Antonio Gramsci, en el periódico Il Grido del popolo, de marzo de 1918, planteaba que “el fin revolucionario es la libertad” lo hacía a partir de un análisis de la realidad coyuntural y de una intuición fundamental: era evidente que pensaba contra y también a partir de, un vigoroso crecimiento del nacionalismo, política que consideraba una forma de confusionismo que, al anular otras referencias, como la clase, el partido y el individuo, se anulaba a sí misma.
Los cronistas en Argentina no nos podemos dar ese lujo, el de cuestionar el nacionalismo, porque éste tuvo un devenir tan ecléctico, trunco y tortuoso y su persistencia en el tiempo y en el espacio no ha cristalizaado lo suficiente como para cuestionar sus defectos y proponer su superación. Sería un acto carente de nobleza criticarlo, como tratar de señalar las virtudes del agnosticismo a una persona que nunca sintió el fuego sagrado de la fe. Con mucha indulgencia, se puede observar a las últimas experiencias neoliberales del menemato, el cristinismo-kirchnerista y el macrismo, como nacionalismos. Pero resulta interesante preguntarse ¿por qué sería imprudente asimilar estas experiencias al nacionalismo puro?
Por una sencilla razón, que podría también ser una tesis, porque una nación necesita una clase que la encarne y viceversa: para que una clase social sea considerada como tal, debe ser capaz de articular los intereses del colectivo nacional. Esto significa, muy sumariamente, que debe pensarse a sí misma como una fuerza social capaz de articular intereses asociados al bienestar, en nombre del colectivo nacional, que caen fuera de su órbita natural, por llamar de algún modo a los límites de su esfera. Algo que en Argentina no ocurre, al menos, desde las postrimerías de la dictadura, por razones que son obvias para la época de la Dictadura, pero que se vuelven mucho menos diáfanas en su trayecto por la primavera democrática del alfonsinismo y caen de bruces en el lodazal neoliberal, desde el menemato a esta parte.
Una revolución basada en la libertad supone un punto de encuentro en un colectivo de clase, perforado y, a la vez, desbordado, por una cultura política que lo tracciona y al mismo tiempo, sabiendo que, tarde o temprano, todo lo sólido se desvanece en el aire, promueve su avance y su destrucción, es decir, se constituye en una conciencia histórica basada en alguna forma de evolución social sustentada en la libertad del individuo. Desde el fin del desarrollismo, más específicamente, desde la última Dictadura, Argentina va en sentido contrario. Para advertirlo, podemos pensar escalas de tiempo basadas en décadas o simplemente remitirnos a lo ocurrido en los últimos meses, en los que se ha hablado mucho de la aparición de turbulencias en un supuesto sendero de crecimiento de la nación.
Turbulencia es un concepto desarrollado por una escuela de Ciencias Sociales y Economía Política que tiene, entre otros referentes, a Robert Brener y se aboca al estudio de procesos históricos de larga duración con la mira puesta en la distribución de los ingresos derivados de la producción. La prensa especializada lo recupera como una especie de eufemismo, algo muy típico: esto es vaciar de contenido radical los enunciados, para poder acomodarlos en las estanterías del mercado de la palabra y darle salida, lo que suele provocar un volcamiento completo del sentido. En este caso, turbulencia implica la confusión entre una situación estructural que aqueja a la mayoría de los asalariados y de la Pymes y una supuesta situación pasajera. Turbulencia viene a significar un proceso histórico, las percepciones sociales del proceso de expropiación y empobrecimiento al que se ven sometidos vastos sectores de la ciudadanía, en virtud de las decisiones que toman los grupos que comandan las redes políticas y económicas globales y que los obedientes administradores acatan. Acatamiento necesario para que la estrategia global de acumulación obtenga capilaridad y a su vez movilidad sin restricciones.
Entonces, no hay tanta incertidumbre, por el contrario, está todo más que claro: turbulencia y malestar son síntomas que aparecen cuando un Estado pretende implementar políticas de inspiración keynesiana o desarrollista y mueve piezas clave en el tablero geopolítico. O menos, mucho menos por estas horas, cualquier indicio de sensibilidad social es rápidamente censurado y se hace merecedor de turbulencias, como si el grupo de comando del que hablamos, tuviera en sus filas a Baal, el dios de la tempestad en la mitología de los cananeos y que los hebreos asumieron bajo la imagen divina de Yahweh. La diferencia es notable, pues en su siembra de tempestades, Baal y Yahvé también proporcionan fertilidad y en la calma posterior a la tormenta, acontecen las revelaciones. Diferencia importante, como se verá, pues estas turbulencias actuales implican una constante confusión. El hecho de no poder salir del sendero binario de populismo-oligarquía, así lo demuestra. Sea como fuere, en esa turbulencia, las mayorías ceden parte de su riqueza y de su fuerza de trabajo. Y esto no sucede por arte de magia, pues el dinero que se acumula en virtud de las estrategias globales mencionadas, no tiene la capacidad de reproducirse solo, como creyó advertir el economista francés Thomas Piketty.
En estos días, el viaje de nuestro colectivo nacional parece haber entrado en una ruta recién hecha. La metáfora no es caprichosa, pues la infraestructura vial y de transporte es uno de los mascarones de proa del gobierno. Una serie de factores financieros, económicos y políticos habría provocado cierta quietud. Uno es la baja del bono a 10 años de Estados Unidos prevista como parte de una disminución de la tasa de interés de la Reserva Federal, especialmente en caso de que se ralentizara la economía norteamericana. Dicha baja hizo fluir capitales (léase también, fondos especulativos) hacia el mercado macrorregional, sumado a la garantía de confianza que es para los mercados Jair Bolsonaro, recientemente asumido como presidente de Brasil. La quietud implica estabilidad cambiaria. Asimismo, se redujo el riesgo país y habría que sumar una baja en el precio de los bonos nacionales, una tregua en el contexto global propiciada por un impasse en la guerra comercial entre China y EE.UU., una muestra de disciplina fiscal, que los inversores y especuladores ven representada en la política de quita de subsidios a las tarifas de servicios y el hecho de que se está liquidando la cosecha de trigo a razón de U$ S 50 millones diarios, lo que “plancha” el precio del dólar. También es posible indicar un posible acierto del esquema de política cambiaria a dos bandas diseñado por la Administración del Banco Central de la República Argentina (BCRA). Al haber alcanzado la base de dicha flotación inducida, el BCRA podría optar por una baja progresiva en las tasas de Interés, lo que proporcionaría una señal para la recuperación de la actividad económica.
Ahora bien, la paciencia tiene un límite y los ultraliberales que se miran en el espejo de Chile y Brasil, siguen pensando que las medidas implementadas por Macri son tibias. Hay una efervescencia que remite a Reagan y a Thatcher, a los neo con Bush, padre e hijo y que puede terminar, para nosotros, en Esper, en el mejor de los casos o en Milei y Olmedo, en otro. Bastará decir que todos los resurgimientos conservadores, que, desde fines de los ‘70 proponen volver a un rancio liberalismo, han tenido como consecuencia una agudización de las inequidades sociales y consecuentemente, un aumento del malestar de la población. Ya deberíamos haber aprendido la lección: la fauna autóctona con ansias de poder no debe subestimarse y menos en un país eternamente en crisis como el nuestro, en el que estará siempre al acecho.
No hay tanta incertidumbre, por el contrario, está todo más que claro, turbulencia y malestar son síntomas que aparecen cuando un Estado pretende implementar políticas de inspiración keynesiana o desarrollista y mueve piezas clave en el tablero geopolítico.
Turbulencia viene a significar un proceso histórico, las percepciones sociales del proceso de expropiación y empobrecimiento al que se ven sometidos vastos sectores de la ciudadanía, en virtud de las decisiones que toman los grupos que comandan las redes políticas y económicas globales y que los obedientes administradores acatan.