Podemos hablar de América Latina, de Europa o si se quiere del mundo. En todos los casos, lo que parece imponerse como una constante entre gobiernos de diferentes signos es la corrupción, la misma que arrasa instituciones y confianza, transformando a la política en una mala palabra. A los episodios de la Argentina -que han dado lugar a calificar al pasado régimen de poder como cleptocrático- podemos agregarle a vuelo de pájaro los bochornosos escándalos de Brasil, las confusas peripecias familiares de Bachelet en Chile, los episodios truculentos de Venezuela, la crónica corruptela de México. Y así se puede seguir...
Para no caer en la tentación de suponer que esto solamente ocurre en los países atrasados o en vías de desarrollo, tengamos presentes las recientes denuncias contra el gobierno de Rajoy en España, denuncias que se extienden a familiares de la Corona real. O los reiterados escándalos de corrupción en Italia, para no mencionar los sucesos de Rusia o las recientes revelaciones que salpican a destacadas figuras de la política británica.
Los ejemplos pueden extenderse a otros continentes, y en todas las circunstancias parece reiterarse lo mismo: el poder político, para un sector cada vez más significativo de la clase dirigente, parece ser una excelente ocasión de enriquecerse y, en el camino, enriquecer a socios, familiares y conmilitones.
Es cierto que la tendencia a la corrupción no se manifiesta con la misma intensidad en todas las sociedades, pero lo que resulta innegable es que existe y que ahora toma la forma de un fenómeno estructural que parece trascender las ideologías, las tradiciones partidarias y los compromisos sociales.
Hasta no hace mucho tiempo, politólogos y cientistas sociales consideraban a la corrupción como un epifenómeno de la política, como una circunstancia desagradable con la que había que resignarse a convivir porque se consideraba que había valores más importantes que preservar. Es más, no faltaron quienes advirtieron que la corrupción como tal era algo así como un espantajo agitado por diferentes grupos de poder interesados en devaluar proyectos políticos justos. En definitiva, por razones ideológicas, por intereses políticos, incluso por alienación social, existió hasta no hace mucho una tendencia a disculpar a la corrupción o a considerarla un mal menor,
Pues bien, lo que la realidad de estos días instala en un primer plano es a la corrupción como un fenómeno propio con sus leyes, con su lógica y con su correspondiente estructura de poder. Si en otros tiempos la ideología o los proyectos nacionales parecían ser la prioridad, en la actualidad adquieren la tonalidad de “relato”, de retórica destinada a seducir, sugestionar o justificar aquello que se ha transformado en la actividad central: el saqueo de recursos públicos.
En consecuencia, los desafíos que se le presentan a la democracia de aquí en adelante están cargados de incertidumbres. No hay recetas ni fórmulas que permitan poner punto final a esta desviación de los objetivos republicanos. Apelaciones a la moral pública, declamaciones respecto de la necesidad de mejorar la calidad institucional -y en particular sus controles-, son consignas válidas pero gastadas por los incumplimientos. Además, no hay todavía formulaciones prácticas que permitan recuperar para la política sus objetivos más virtuosos. Conclusión: los recelos de los clásicos del liberalismo acerca de las acechanzas y los riesgos que rodean al poder, adquieren a la vuelta del camino una inquietante y sugestiva actualidad.