Un poema de Borges que siempre me sobrecoge es un soneto: “la lluvia”. Estará su texto en esta agenda de la peste en mi pago. De su lectura siempre tengo recuerdos porque los sonetos, esa forma obligada de los versos, tiene en las letras españolas muchísimos ejemplos, que incluyen aquel de la broma que para terminarlo sostenía …“contad si son 14 y ya está hecho”… por el juego del silabario necesario a las dos cuartetas y los dos tercetos en endecasílabos (Lope de Vega Carpio, Madrid, 25 de noviembre de 1562- al - 27 de agosto de 1635). Escribir un soneto es aceptar una cárcel para el verso y expresarse libremente dentro de sus reglas. Conozco poetas que sostienen, aún hoy, su admiración por el soneto. Escribo poemas y confieso: el soneto es una materia que jamás rendiré bien.
El obligado encierro trae recuerdos, ya está dicho que solo miramos hacia atrás, porque no hay horizonte en la pandemia fuera de los rezos laicos (quédate en tu casa, lávate las manos, “ponete” barbijo, amén) y es ese encierro el que deja fuera las tantas cosas que creíamos tontas y se vuelven nostalgia.
Sin caer en el Cafetín de Discépolo y esa desflecada continuidad de Cacho Castaña lo cierto es que el bar, el sitio de encuentros conmemorativos de la nada, se extraña y no hay arreglos. Es ausencia que pide el retorno. Se le suma el sitio de algún encuentro clandestino, o el comienzo de una relación furtiva, o a la intemperie, que ahora quedó como la fotografía que se torna lentamente sepia porque fue allá, en los primeros días, antes de los idus de marzo.
Una señora, entrañable, puso en su advertencia o mínimo mensaje del sistema que llamamos “wats-ap” la frase clave: “extraño a mis nietos”. Debe ser la certeza la que la lleva a semejante identificación. Ella hoy es eso: alguien que extraña a sus nietos. Legitima el imposible encuentro.
Logran desestabilizarme los muchos, muchísimos mensajes que me llegan de la nada, de gente que apenas conozco, que está en un listado porque el oficio lleva implícita una agenda de contactos y que, en esta encerrona cuartelera, envía canciones, acertijos, mensajes demasiado nimios u otros excesivamente apocalípticos. La pulsión es escribir, comunicarse sin saber, siquiera eso, si el otro recibió el mensaje. Es enviarlo el asunto que los ocupa. Función del tiempo perdido al que no se refiere Marcel Proust. Tal parece que la rueda sigue funcionando dentro de muchos y esos mensajes, esos impulsos reemplazan a las frases, minutos, saludos, actividades protocolares que entretenían a las neuronas de los hábitos sociales fútiles, tontos, nimios, ya se ha dicho, y que insisten en aparecer, como mensajitos a cualquiera, a la hora que sea, pero rápido. Tengo la íntima certeza que esas neuronas no saben hacer otra cosa y, sueltas del tinglado cerebral serio, deben demostrar su existencia de ese modo. Como la barra del bombo en la oficial del club, en los partidos de domingo, que al tener su entrada paga debe aturdir siempre, siempre, aún en el tiempo muerto gritando viva, viva... y dándole al parche sabiendo que molesta, no importa.
La otra cosa que advierto en este encierro es que las tres veces (las tengo contadas) en que asomaron a mi puerta hijos trayendo mas provisiones, remedios recetados, una vez pan fresco, miraron mi rostro con desconcierto. Está claro, por el principio de la mismidad que yo soy yo y ellos son ellos pero aparentaba más claro la otra circunstancia: no era la cara que esperaban. Sepámoslo ya: no seremos los mismos que entramos.
El tema de la gordura, la hinchazón, las canas, el desaliño tiene lo suyo. Estar encerrado en un mundo que paró de girar deja tranquilo el principio inercial. Todos aceptamos esa fuerza. Pero es evidente que, como indicaba Neruda no somos aquellos. “Nosotros, los de entonces, no somos los mismos…”.
Recomiendan los conocedores del comportamiento humano (… y... si... de tal modo se presentan en programas televisivos, entrevistas radiales, mensajes publicitarios de los gobernantes) recomiendan estos mensajeros de la rutina perdida que eso, justamente, es lo que debemos hacer, no perder la rutina. Nada es sencillo en el adentro si queremos hacer las cosas del afuera. Aconsejan que simulemos un parque y hagamos ejercicios, que cocinen los que nunca lo hicieron, mantengan la sobriedad los que siempre se emborracharon y, estos nuevos sacerdotes de la religión de la cuarentena, no dividen entre buenos malos, todos pasamos a la categoría de encerrados. Potencialmente todos somos buenos. Es sospechoso porque debe agregarse que no hay condena, no amenazan con el infierno a quien no cumpla con la calistenia del living mirando hacia el sol de fuera, de allá lejos y hace tiempo.
Puesto a evocar tengo mis recuerdos, pero se me da por recordar a muchos que de ninguna manera aparecerían. Como Discépolo que refiere sabiduría a “el flaco Abel, que se nos fue pero aún me guía” busco una tardecita en Madrid o esas mujeres arropadas que cedían el paso en las calles de Estambul porque así se los indicaba su hábito, su cultura, su vida. Como dijese Cortázar, “cosas que nosotros nunca”, para indicar que no vuelven. Borges también habla del “que no vuelven”, pero…
Aparece clarísima mi madre y la tabla de amasar y la montaña de harina con el agujero en el medio. Sé preparar esa masa por mirarla tantas y tantas veces. Es la misma pero no, no es igual.
Puse en la máquina del tiempo que es este servicio musical de las redes, el poema de Borges. El también, estoy seguro, en su encierro guardaba imágenes. Las veces que charlé con él refería su ceguera a mirar un resplandor rojizo, tal vez anaranjado, como lo único que le quedaba por recibir de fuera. Algo veía. Nada. Todo en Borges era en un adentro que imaginaba un afuera. Y los recuerdos, claro. Los recuerdos como la visión posible. La única. El resto inventado. Que finalmente es igual, porque cada vez que contamos una historia aparece diferente, es diferente. Ya se sabe este milagro. Relatar es re inventar. En su soneto fijo allí, en las once sílabas, Borges recuerda lo que quiere y no puede cambiarlo. Hay en su texto una broma, una ironía sobre los colores. También una certeza que abruma: la lluvia es algo que sucede en el pasado. En este adentro llover es el afuera, además del pasado.
Entre las diferentes musicalizaciones la del cantaor flamenco Miguel Poveda es la que más me sobrecoge. Mucho. Búsquenla, afloja el cuerpo en la penumbra de una tardecita.
“...Bruscamente la tarde se ha aclarado/ porque ya cae la lluvia minuciosa/ Cae o cayó, la lluvia es una cosa / que sin duda sucede en el pasado/ Quien la oye caer ha recobrado/ el tiempo en que la suerte venturosa/ le reveló una flor llamada rosa/ y el curioso color del colorado / Esta lluvia que ciega los cristales/ alegrará en perdidos arrabales/ las negras uvas de una parra en cierto/ patio que ya no existe. La mojada/ tarde me trae la voz, la voz deseada/ de mi padre que vuelve y que no ha muerto”...
Como siempre, esta cuestión que me sucede y me sucede. Leyendo a Borges salgo a volar. Sin retorno, como los versos de un soneto. Tan encerrados que están sueltos.