Por Mauricio Yennerich
Por Mauricio Yennerich
La fragilidad de la estructura institucional argentina es evidente, hablo de los problemas de construir un Estado como “ordenamiento jurídico” capaz de reconocer el valor humano de los intereses grupales -muchas veces contrapuestos- que nos permita vivir con bienestar y en paz. No constituye una novedad la impostura y la locura en estas pampas.
Los denominadores comunes de las dos últimas gestiones de la administración central -una concluida y otra en curso- fueron la reparación histórica (el “volvimos” montonero) y la posibilidad de un país normal sustentado en el individualismo de la post-verdad.
Cualquier retrospectiva que se haga en la Argentina conduce al caos, abre la caja de pandora. Salvo que lleguemos al fondo, a las raíces del federalismo alberdiano, y a esa luz, sean revisadas las ideas políticas fundamentales: democracia, dictadura, Estado, pueblo, sociedad, etcétera.
Ahora bien, ocupada como parece estar la gente común en sus catarsis chocobarianas virtuales, no parece tarea fácil. Una completa redefinición del sistema educativo se hace necesaria.
Sea como fuere, más allá de las tradiciones patrioteras y de las cápsulas vacías que ofrece el discurso oficial para ser llenadas con emociones variadas, muchas abiertamente antidemocráticas, está la responsabilidad de los líderes de opinión.
Decir algo que no puede -o que no requiere- ser confirmado puede ser aceptado, desde una piadosa, y muy indulgente visión democrática y republicana, como una demagogia de baja intensidad, pero negarse a sí mismo, es inaceptable: ponerse unas veces dentro y otras fuera de lo que se llama “opinión de la mayoría”, como en el caso de la pena de muerte; presentar como ecológico un proyecto que es ambientalmente violento, como en el caso de los biocombustibles, o ponerse la camiseta de Frondizi para re-primarizar la economía o cerrar escuelas, y cuestionar el nepotismo y tener a toda la familia involucrada en la producción de infraestructura energética a escala continental, son signos alarmantes, típicos de una sociedad carente de buenas escuelas y de buen periodismo, digámoslo: de una sociedad políticamente decadente que requiere una urgente intervención lo más docta posible.