Guillermo Dozo
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El tamaño de su corazón era extraordinario, extra extra large. De los
que resulta muy difícil encontrar. Por suerte, lo conocí un poco. Apenas algo de purrete y, por suerte, mucho más cuando los dos peinamos canas. Y siempre me impresionó su corazón. Son los de una talla de los que no se consigue: XXL, de generosidad, de trabajo, de creatividad, de amistad, de buen humor.
Eduardo Baumann era un grande. Un grande de tamaño, un grande de corazón y un profesional enorme. En este mundo cotidiano donde reina la hipocresía, el doble discurso y la falsedad, Eduardo era una garantía de que nada de eso podía ocurrir porque estaba dispuesto a defender lo que pensaba cueste lo cueste.
Por este motivo, tengo que reconocer que -afortunadamente- trabajé junto a un gigante, capaz de superar el cansancio, el sueño y la fatiga para, en pocos minutos, regalarnos una semblanza de la ciudad, de la actividad cultural en cualquiera de sus formas o reflexionar sobre la vida, en unos instantes que se tornaban inolvidables.
Tenía Eduardo, también, una gran capacidad que siempre le envidié: una enorme repentización para el adjetivo. No es fácil. No siempre cualquier adjetivo cabe en cualquier persona o circunstancias. Pero él lo lograba sin esforzarse y haciendo gala de su capacidad de decir bien.
Otra más. Siempre hacía un lugar para hacerle sentir a la persona que tenía a su lado, como si estuviese hablando con un viejo amigo que logró reencontrar luego de añares. Aunque hubiesen sido presentados hace minutos. Y era capaz de arrancarle una sonrisa a cualquiera, hasta a su peor enemigo, porque si algo lo distinguió fue su finísimo sentido del humor.
Imposible no reír con él. Era como un chico todavía en un aula en el secundario, buscando el momento para hacer reír al compañero, buscando tentar el profesor/locutor o pensando en el chiste más efectivo. Por momentos era una criatura, el eterno alumno del secundario que buscaba anticipar el recreo, el que nos hacía saber que aún en la mayor solemnidad cabía un intersticio de frescura.
Pero ese enorme corazón de niño que animaba a Eduardo, falló. El músculo vital no nos hizo ninguna gracia en su partida y dejó (nos dejó) un vacío inmenso. La familia y los amigos -no creo que exista otra categoría para él, salvo los de la vereda de enfrente- sintieron la agonía del repentino adiós. Eduardo se fue dejando un enseñanza, una escuela, una forma de vida y un modo de relación. Dejó un espacio de silencio en la radio, dejó una silla vacía en su casa, dejó un chiste sin hacer y cientos de cafés esperándolo en los bares de su querida Santa Fe. Pero para siempre nos quedan sus palabras, sus reflexiones, la pintura de su entorno, sus lentes en el estuche con ojos de rana, la colita que le sujetaba el pelo y la valija que lo acompañaba, repleta de apuntes, de anotaciones marginales y magistrales, junto con su voz que saludaba: “Sensacional, Miguelito, sensacional”.
Chau grandote, te voy a extrañar muchísimo.




