El 11 de noviembre de 1972 yo estaba a un mes de cumplir 11 años. De todas maneras, recuerdo como si fuera hoy los festejos junto a mis amigos de "la cuadra", en barrio Jardín Mayoraz, cuando Carlos Monzón terminaba de ganar cada una de sus peleas. Santa Fe, literalmente se paralizaba cada vez que nuestro campeón se presentaba en Roma, Montecarlo, Copenhage, París, Nueva York o Buenos Aires, ciudades en las cuales se presentó para exponer sus títulos en 14 oportunidades, hasta que dijo basta y se retiró invicto.
Precisamente aquel 11 de noviembre de hace 50 años, "Escopeta" Monzón defendía la corona de los medianos de la Asociación y del Consejo Mundial de Boxeo por sexta vez, en esta oportunidad en el mítico Luna Park. Su oponente en esa ocasión fue Bennie Briscoe, un rapado nacido en Augusta pero residente en Filadelfia (Estados Unidos), que llegó a Buenos Aires con 29 años y un récord de 43 triunfos, 10 derrotas, un empate (justamente ante Monzón en 1967, también en el Luna) y una sin decisión.
Indudablemente, ese combate, festejado como siempre tras la clara victoria por puntos, será recordado por la única piña que a nuestro campeón se lo pudo observar vacilante sobre el cuadrilátero. Ni siquiera la vez que cayó a la lona en el segundo round contra el colombiano Rodrigo Valdez, el 30 de julio de 1977 en Mónaco, nos asustó tanto como aquella derecha cruzada que estremeció el cuerpo de Monzón. De todos modos, esa caída indudablemente pesó mucho para la decisión que el campeón tomó luego, la de decirle adiós a la actividad boxística, con 14 defensas exitosas y con el cinto de los medianos en su cintura.
Ya que salió a la luz ese pleito Monzón-Valdez (segundo entre ambos, ganados los dos por Carlos a través de las tarjetas), se justifica comentar algo sobre esa pelea, porque el colombiano llegó con un impresionante récord de 63 victorias (43 KOs), 8 derrotas (1 KO) y 2 empates. El moreno ganó su primera corona el 25 de mayo de 1974 al vencer justamente a Bennie Briscoe en Montecarlo por el título mundial mediano del Consejo Mundial de Boxeo (CMB), que había quedado sin dueño porque esa entidad decidió desconocer al argentino Carlos Monzón, que también ostentaba la de la Asociación Mundial de Boxeo (AMB).
Fueron cuatro defensas exitosas hasta que llegó el primer duelo con Monzón del 26 de junio de 1976 en Mónaco. La pelea más recordada con el santafesino, sin embargo, fue la revancha. Ese día en Mónaco el santafesino apoyó sus rodillas y sus puños en la lona por primera vez en sus 14 defensas, pese a eso, volvió a ganarle. Ese mismo año, luego del retiro de Monzón, Valdez recuperó la corona al vencer de nuevo a Briscoe. Fue campeón hasta abril de 1978, cuando otro argentino, Hugo Corro, le arrebató el título.
Un comentario hecho poesía
Lo que leerán a continuación es un excelente artículo de Ernesto Cherquis Bialo publicado en Infobae. El periodista nacido en Montevideo (Uruguay) hace 82 años, llegó a los 15 a nuestro país y mientras estudiaba practicaba boxeo a las órdenes de nada más ni nada menos que Luis Ángel Firpo, lo hizo durante 7 años, hasta que comenzó a trabajar en diversos medios como Clarín, El Gráfico (firmaba como Robinson, por su admiración por Ray "Sugar" Robinson) y Radio Rivadavia. Fue autor del libro "Mi verdadera vida" (biografía sobre Carlos Monzón).
Así recordó Cherquis Bialo, hace pocos días, aquella pelea entre Carlos Monzón y Bennie Briscoe:
"Defendía su corona mundial por sexta vez y cumplía su segundo año como campeón. Su rival fue Bennie Briscoe y nunca antes la multitud lo había visto al borde del nocaut. Fue el momento más crítico de su carrera y el estadio lo afectaron con suspenso y angustia. Lo recuerdo con la fidelidad del recién nacido; como si la pelea se hubiera realizado anoche y no hace medio siglo…
Fue un crepúsculo singular en la canícula porteña. Transcurría el sábado 11 de noviembre de 1972 y el Luna Park volvía a ser escenario de un hecho que el tiempo convertiría en leyenda: el derechazo en cross que Bennie Briscoe le acertó a Carlos Monzón en plena mandíbula. Aquel hecho histórico no se recuerda por la acción pugilística en sí, propia de una pelea en la cual estaba en juego el cinturón de campeón mundial. No, para nada… Lo que sobrevivió de aquel atardecer (la pelea se realizó a las 18.30 para que llegara a Europa a las 22.30) fue ver por primera y única vez a Carlos sentido, vacilante, groggy y a punto de caer a la lona hasta el KO.
Estamos grabando al Monzón virginal, al que llevaba dos años de campeón mundial (hace pocos días se cumplieron 52 años del KO a Benvenuti), al esposo de Pelusa García, al papa de Silvia y Abel (Raulito no era conocido aún), al pibe marginal de San Javier, al campeón pobre que construyó su propia casa trabajando de albañil, al de las reuniones con amigos de Santa Fe, al dueño de un Torino Comahue amarillo que conducía con orgullo, al inseparable compañero de Daniel González y Norberto Rufino Cabrera (que nos dejó hace unos días con 70 años), al propietario de un departamento (el primero de 35 posteriores) en Díaz Vélez y Gascón, al paciente del doctor Cacho Paladino que requería de una infiltración previa a las peleas con Novocaína entre sus dedos por el raquitismo de la niñez, al protegido de Tito Lectoure, al peleador frío, especulador e intuitivo que con paciencia acechaba a sus rivales hasta destruirlos, al campeón indestructible…
Ese era el Monzón de aquella tarde, el discípulo-hijo de Amílcar Brusa, el fana de Colón quien por primera vez en su vida se había hospedado en el Sheraton (invitado por su sponsor) dándose un lujo insospechado: pedirle al conserje los diarios y ver su foto en la tapa de Clarín, de Crónica y un anuncio en La Nación: 'Monzón expondrá esta tarde su corona mundial en el Luna Park frente a Bennie Briscoe'. Qué época tan feliz aquella del primer Monzón lejos del jet set, del cine, de la nocturnidad porteña, de los nuevos amigos, de la prensa del corazón, del champagne burbujeante, de esas inalcanzables caras bonitas de los teatros de revistas, de la fama en Europa donde se relacionaría con tantas celebridades que abarcarían desde Alain Delon hasta la princesa Carolina de Mónaco…
No solo es milagroso que lo recuerde. También ocurre que hoy, al releer la nota que escribí para El Gráfico esa misma noche (y de la cual tomaré algunos elementos) evoca el significante épico de acontecimientos como ese y que ejemplifican la cultura popular de la época. De hecho se paralizaba el país; era la noticia excluyente, lo demás importaba menos. Por ejemplo, esa pelea la cubrieron 400 periodistas de toda la Argentina; y también cuanto menos 12 enviados especiales provenientes de países extranjeros de enorme prestigio como Pocho Rospigliosi, número uno de Perú; Ignacio Matus, de 'Esto', número uno de México; Don Majewski, de 'Boxing Illustrated' (2.500.000 ejemplares de tirada en USA en aquellos años); Jimmy Ussher, de 'Vida'; Paolo Rossi, el relator más popular de la 'RAI' de Italia, y obviamente también llegaron colegas de Uruguay, Colombia y Chile. Se produjo un evento de singular importancia que a su vez fue visto por millones de televidentes de nuestro país y también espectadores de canales abiertos de los Estados Unidos, Canadá, Puerto Rico, Italia, Francia, Holanda, Austria, Bélgica, Dinamarca y Noruega.
Mi crónica de entonces comenzaba así: 'Nadie podrá olvidar aquel momento. Fue como si una gigantesca aguja hubiese atravesado el corazón de todos hasta paralizarlo. Un relámpago del drama, un instante de pánico, un momento de suspenso. Primero fue ver el golpe de derecha a la mandíbula, después darse cuenta de que Monzón quedaba con las piernas endurecidas y la mirada vacía. El cuerpo quiso salir hacia adelante y la conmoción lo obligó a buscar desesperadamente las cuerdas detrás suyo. Era tal su endeblez que a su cuerpo inerte lo detuvo el encordado que da a la calle Bouchard sin que pudiera sujetarse pues sus manos habían perdido toda su fuerza. Y mientras el bueno de Víctor Avendaño, el referí (medalla de Oro de los mediopesados en los Juegos Olímpicos del '28 en Ámsterdam) llegaba lentamente para separar y recién después comenzar a contar, la Luna se llenó de histeria. Eran las 19.03 y transcurrían 2 minutos del 9no. asalto…
Todos gritaban, todos querían estar en el ring junto a Carlos para reponerlo, para ayudar. Briscoe dio el paso atrás tan sorprendido como el público. Jadeante y cansado parecía no animarse a insistir. O reaccionó tarde para hacerlo. En cinco segundos el campeón llegó hasta el cuerpo transpirado de Briscoe y se amarró, mirando el reloj. Se trataba de dos relojes traídos desde Londres en 1948 cuyo giro dentro de una estructura cuadrada de hierro señalaban solo 4 minutos: los 3 de cada vuelta con la marca bien legible de 1, 2 y 3; y el minuto de descanso que descendía de 3 a 0 (como si fuera desde las 9 hasta las 12) entre vuelta y vuelta. Esos relojes eran accionados por el time keapper y estaban en lo alto de la Pullman, de espaldas a Bouchard y encima de la Tribuna Especial que da a la Avenida Madero.
El minuto que faltaba para terminar esa maldita novena vuelta sería el más largo, tenso y cruel de toda la pelea. Nadie podría explicarse (por entonces) cómo había ocurrido realmente. Nadie podía creer que un golpe de Briscoe, un negro granítico, ex recogedor de residuos de Filadelfia, quien había adoptado la religión judía en agradecimiento a su manager Sam Peltz que lo rescató de las calles y quien ya había empatado con Monzón en el 67 , podría cambiar el destino del combate. Y aunque esto es una posibilidad bastante lógica en boxeo, no era 'lógica' en esta pelea. Ese golpe (un cross de derecha) lo cambió todo. Absolutamente todo. Cambió lo que Monzón haría desde ese momento en adelante, cambió lo que Briscoe haría desde ese momento en adelante y cambió lo que la gente creía que podría ocurrir desde ese momento en adelante. A Monzón lo obligó a respetar a Bennie, a seguir combatiendo con cierta prudencia. A Briscoe a seguir buscando meter la misma mano, la derecha corta y cruzada. Al público a no confiar tanto, a tener miedo en las butacas (y también frente a los televisores) y a esperar como un alivio la finalización de un combate que al principio pareció de definición categórica, después se transformó en incertidumbre y al final se sostuvo más en las tarjetas de los jueces que en la cuenta del árbitro.
¿Por qué sucedió esto?, por lo siguiente: durante ocho vueltas Monzón se cansó de pegar a la zona alta sin que Briscoe cayera. Entonces comenzó a ensayar el castigo a la zona abdominal y hepática. Pegándole abajo sería posible detener la dinámica locomotiva de Briscoe. Dicho de otra manera: quitarle piernas, frenarlo y hacer más fácil el remate… En el cumplimiento de tal estrategia, Monzón tiró un gancho de izquierda muy abierto, dejó un pronunciado claro (todo el rostro y todo el torso), y sobre su mano lanzada recibió en la mandíbula la derecha de Bennie. El golpe fue tan justo y neto que paralizó los centros nerviosos y produjo un estado cerebeloso. Es el momento en que el boxeador pierde momentáneamente el conocimiento y se le produce un terrible vacío.
Antes y después todo había sido de Monzón. Fue un triunfo amplio, claro, contundente.. El fallo de los jurados fue Chaumont: 149-137; Amadeo: 149-143; Albin: 150-139. Yo opiné que la ventaja tras los 15 rounds había sido de 12 puntos. Una pulsadora alemana que habíamos contratado en El Gráfico y que registraba automáticamente los golpes que arrojaba cada boxeador arrojó el siguiente cómputo: Monzón tiró 2.135 golpes: 1597 con la izquierda (la mayoría del punteo en jab) y 538 con la derecha. En el 3er round lanzó 105 y en el décimo 178. Fueron las cifras topes. El campeón envió sus puños 47,44 veces por minuto. Bennie Briscoe golpeó o intentó hacerlo en 718 ocasiones. 534 izquierdas y 184 derechas. Su promedio fue de 11,95 golpes por minuto. Teniendo en cuenta los 2.135 envíos de Monzón y los 718 de Briscoe, la proporción da casi tres (2,97) por uno a favor del campeón del mundo. No obstante, el susto había sido mayúsculo. Se había consumado una noche difícil de olvidar.
Después la noche se prolongó en festejo. Y mi inolvidable compañero, el Negro Carlos Marcelo Thiery, la describió así: 'En el marco de la puerta de la habitación 801 del Sheraton, rodeado por su familia y sus amigos, Monzón ordena, ¡Vamos todos a la cantina! Cinco minutos después a bordo de su Torino Comahue amarillo, el campeón encabeza la caravana de automóviles (donde descolló un Rastrojero de 'Escopeta Flet', la empresa de los hermanos de Carlos) cabalgando alegremente por la avenida Córdoba, subiendo hacia Almagro, Villa Crespo, Palermo, Chacarita. Aquí está la Cantina de David, en la esquina de Córdoba y Jorge Newbery (que tampoco ya nos queda). Buen provecho y de pie, va a entrar el campeón mundial. Mueran las sopresattas y los ravioles, viva Monzón: todo el mundo se para y aplaude, lo obliga a levantar las manos, a sonreír, a elegir un rincón neutral para los seiscientos pares de ojos que evitan el trabajo permanente de mimarlo con la mirada. Llega el vino, viene el fiambre, aparecen las milanesas de pollo, surgen por las ventanas los primeros diarios del nuevo día con fotos de la pelea. ¡Monzón. Monzón. ¡Monzón!".
Qué pena tan grande: ese Monzón, austero y familiar; módico y feliz, apareció dos años más, hasta 1974. Hasta que se convirtió en el actor de 'La Mary' después de noquear a Mantequilla Nápoles en París. Nuevos administradores, Susana, fama, dinero, otros amigos, Mercedes Benz, noche, impunidad… Era tan noble y digno ese primer Monzón… Aquel de la leyenda frente a Briscoe, a quien sigo recordando.
Me sucedió 15 años después de aquella pelea, tomando mate en un lugar abyecto y propicio para las confesiones como lo es la cárcel. Esa tarde de invierno Monzón me definió en Batán lo que le pasó aquella noche en el Luna. Fue cuando me dijo: 'Recibí la piña, no sabía dónde estaba ni quién era; todo empezó a dar vueltas alrededor mío y a gran velocidad; me caía, vi enfrente a dos negros y me agarré de uno de ellos; por suerte era Briscoe, el verdadero...".