Rogelio Alaniz
En los últimos días, Corea del Norte y Cuba han sido noticia. En Corea del Norte, Kim Jong Il manifestó que estaría decidido a entregarle el poder a su hijo de 27 años, un señorito del cual nadie conoce nada porque se ha educado en colegios extranjeros y en las contadas ocasiones que visita su país la seguridad interna lo mantiene alejado del contacto de la gente.
Como se sabe, en este país el “presidente eterno” es Kim Il Sung, quien falleció en 1994, pero ni siquiera la muerte pudo alejarlo del poder. El heredero fue su hijo y, tal como se presentan las cosas, el poder ahora llegará a las manos de su nieto. Ni Atila ni Luis XIV se hubieran animado a tanto.
En Cuba, por su parte, Fidel Castro regresó luego de su larga enfermedad y de hecho se hizo cargo del poder -si es que alguna vez lo dejó- con la naturalidad y desparpajo de un gran señor que regresa a sus dominios para hacerse cargo de lo que le corresponde. Como su colega Kim Il Sung, Castro es el eterno presidente en ejercicio y a ese puesto ninguna enfermedad -ni siquiera la muerte- lo pondrá en tela de juicio.
A diferencia de su par coreano, Castro sorprendió a la opinión pública mundial admitiendo que el actual régimen económico cubano no les sirve ni siquiera a los cubanos. Después se arrepintió de lo dicho y recurrió a las mismas estratagemas de cualquier político burgués tramposo: “Los periodistas me sacaron de contexto”, dijo.
Curiosamente, esa opinión debe haber sido una de las que más adhesiones recogió en el mundo y, seguramente, en la propia Cuba. No es un secreto que el régimen económico cubano está más cerca de un manicomio que de un orden medianamente racional. Basta con mirar las cifras del Estado o conversar con cualquier cubano, incluso un afiliado al partido, para darse cuenta.
Cuba es un manicomio económico en el que sus habitantes se han mostrado dispuestos a dejarse comer vivos por los tiburones antes que seguir viviendo en esas condiciones. Pero Castro se da el lujo de calificar a Sarkozy de loco. Conste que el mandatario francés nunca me cayó simpático, pero Castro es la persona menos autorizada para impugnar en nombre de la locura a un presidente, cuando él, con su narcisismo enfermizo, es la encarnación típica de la locura que provoca el poder y, muy en particular, el poder absoluto.
(Lea la nota completa en la Edición Impresa)







