Inés Aguirre de Iriondo, docente de nivel primario.
La historia cuenta que una mujer ejercía la prostitución. Un día, de esos tibios de sol en primavera, ella supo que iba a ser madre. Según cuenta la historia, su vida giró desde entonces 180 grados.
Dejó de vender su cuerpo: embarazada no podía prostituirse. La familia y los amigos ayudaron a la mujer a sobrevivir a la humillación diaria por ser mujer, embarazada, soltera, desocupada, encima pobre.
Una mañana fría, terminando el invierno, su vientre estalló en estrellas con rostro de varón. La historia cuenta que esta mujer fue feliz ese día.
Me contaron que esta mujer empezó a limpiar de casa en casa con la dignidad florecida; así, día a día, sostenía el alimento y los estudios de su pequeño gran hijo.
Un día, en una reunión de padres en la escuela N° 136 Gregoria Pérez de Denis (1° de Mayo 6855), alguien contó esta historia. Era una mujer de rostro pálido, manos fuertes y sostenidas en su pecho, de ojos negros empalidecidos por las lágrimas. Hablábamos de violencia familiar. Los niños habían manifestado varias formas de recibir violencia en sus casas: alarmantes mecanismos de tortura encubiertos en cuatro paredes llamadas “hogar”.
La conversación se fue tornando un diálogo de mamás ahogadas en lágrimas. “No quiero que sufra”, “Hay que hacerlos fuertes”, “Así aprenden”, decían. Hablamos de los límites que había que impartirles a los chicos, y también de los límites que debían impartirse los adultos.
Ese día, cuenta la historia, esa mamá lloró. “A mí me criaron a los golpes y salí buena persona, yo creí que si lo criaba igual...”, sollozaba. Un abrazo perdido en los brazos de otra mamá salió como salto a los brazos de ella; así se quedaron un rato mientras el resto intentaba tragar la saliva que las lágrimas atragantaban. La mamá salió corriendo del salón y apareció en el patio: la veíamos mudas por la ventana. Corrió fuerte hasta alcanzar a su hijo que jugaba en Educación Física y cuya cara era sólo desconcierto, y pudimos escuchar que le decía: “Perdón hijo querido, perdón, yo te amo”.
Cuenta la historia que la mamá, asesorada por la maestra de la escuela y otras mamás, fue a un psicólogo, y le contó su vida. Y pensó sobre su vida, y aprendió a abrazar y escuchar en vez de pegar, aprendió a escribir en vez de gritar, aprendió que la violencia no es recurso de quienes sienten amor. El chico, desde esos días, modificó sus conductas violentas en la escuela, tomó con más firmeza el lápiz, escribió y leyó historias magníficas y sonrió más que nunca.




