Rogelio Alaniz
Hiroshima y Nagasaki fueron una vuelta de tuerca más al horror de la guerra. Entre agosto de 1944 y agosto de 1945 Estados Unidos había bombardeado y reducido a cenizas a sesenta y tres ciudades japonesas. Empezando por Tokio. Los bombardeos sobre esta ciudad mataron más de cien mil personas y los bombardeos sobre todo Japón hicieron trepar la cifra a un cuarto de millón. La inmensa mayoría de las víctimas murieron consumidas por el fuego, achicharradas, retorciéndose como si fueran gusanos o paja, con o sin bomba atómica. El horror de Hiroshima en ese sentido no es diferente al horror de cualquier otra ciudad bombardeada con bombas convencionales porque, importa insistir, el horror es la guerra.
El dilema ético que siempre se debate en estos casos es acerca de lo que se debe hacer cuando la guerra es inevitable o cuando la guerra ya está declarada. En términos históricos se podrá debatir si la segunda guerra mundial pudo o no haberse impedido, pero admitida la guerra como tal, todo debate debe incluir la responsabilidad de quienes deben tomar decisiones que sólo pueden entenderse en ese contexto.
El 26 de julio de 1945, dos semanas antes de Hiroshima, los aliados reunidos en Postdam exigieron la rendición incondicional de Japón. El 28 de julio el emperador rechaza la rendición. Los oficiales japoneses están convencidos de que la batalla hay que darla. Se habla de librar una suerte de Stalingrado marino. Dos años de guerra en territorio japonés es algo que los yankis no podrán soportar, especula Susuki. ¿Y los muertos? Mueren felices por el emperador, responde sin inmutarse.
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