“Creció en [su] frente un árbol. Creció hacia dentro. Sus raíces son venas, nervios sus ramas, sus confusos follajes pensamientos. Tus miradas lo encienden y sus frutos de sombras son naranjas de sangre, son granadas de lumbre”.

En su trilogía autobiográfica, la autora radicada en Francia entrelaza, con toque poético, una genealogía apasionante que podría micromapear la historia de la inmigración en la Argentina.

“Creció en [su] frente un árbol. Creció hacia dentro. Sus raíces son venas, nervios sus ramas, sus confusos follajes pensamientos. Tus miradas lo encienden y sus frutos de sombras son naranjas de sangre, son granadas de lumbre”.
El determinante posesivo está encerrado entre corchetes. Manifiesta un retoque del poema original de Octavio Paz (latente hasta el final de la nota), en favor de ella, Alicia Dujovne Ortiz. Porque a la periodista, biógrafa y pintora le creció un árbol, el que hasta entonces nunca había tenido, en su cuerpo trashumante. Un árbol de poesía que comenzó a regar en el patio de su infancia con palabras recitadas al oído de la luna. Ese árbol se hizo libro por obra y gracia de manos que, en vez de talar, reforestaron la familia perdida en los vaivenes de la historia. Ese árbol-libro fue bautizado “Andanzas” (Equidistancias, 2022) y dio tres frutos: “El árbol de la gitana” (2005), “Las perlas rojas” (2015) y “Aguardiente”.
Hablamos en mayo de 2024. Un año después, y con las disculpas del caso, sale a la luz esta conversación. Diría que me enteré de Alicia cuando di con su investigación sobre el asesinato de Diego Duarte en un canje de Buenos Aires. Pero mentiría. Antes habré visto en la biblioteca de mis padres la biografía de Evita. O la de María Elena Walsh. Por eso no dudé ni un segundo cuando encontré en una Feria del Libro Nacional y Popular uno de sus últimos libros, “Cronista de dos mundos” (2021). Y no dejé de leer a mis alumnos de secundaria el canto triste de la exiliada que vuelve a su pago que ya no es su pago. Se llama “Este país” y habla de Argentina, país desde el que la llamo, cruzando los dedos, a la espera de su voz que siempre está volviendo.
En “Andanzas”, Alicia rinde tributo a las “gitanerías personales y a las de sus antepasados”. De estas últimas se embebió en su casa de la infancia. De hecho, su madre (Alicia Ortiz) quiso escribir esa historia, pero no pudo. “Lo de ella fue una carrera literaria cortada”, amplía la hija de la autora de “Amanecer en Bolivia”. “La borraron de la foto cuando se fue del Partido Comunista en el ‘47”. Por esta razón, Dujovne Ortiz siente que “era una necesidad y un mandato (no expreso, pero de alguna manera sí)”.
Benito Ortiz de la Torre llegó a Entre Ríos en el siglo XVIII. Del otro lado, don Giuseppe Oderigo, perdió sus barcos en la Guerra del Paraguay. “La historia de la Guerra del Paraguay me la contó mi mamá. Eso significa una tremenda pertenencia a la Argentina pero, al mismo tiempo, eran historias lejanas. Habían sido estancieros, perdieron sus estancias [dice sosteniendo el grillete del pasado en las piernas de los verbos]. Nunca vi ni una quintita a mi alrededor. Yo soy de Buenos Aires, lo que significa no ser ningún lado”.
Mientras, sus abuelos paternos tuvieron que huir de los pogroms en Ucrania. Aparecieron en Entre Ríos -también-, pero tuvieron que abandonarlo. “Ellos no se hicieron gauchos judíos, como decía Gerchunoff. Mi abuelo se suicidó porque no se asimiló a la Argentina. Era un hombre sensible, pero además sabio: hablaba siete idiomas (entre otros sánscrito). ¿Qué iba a hacer mi pobre abuelo con el sánscrito en las colonias de Entre Ríos?”.
Alicia admiraba esas historias y, en paralelo, sentía lástima. “Todos fueron perdedores”, dice desde Francia. “Yo también había perdido algo, a la Argentina. Cuando uno se ha ido es muy difícil volver. Samuel Dujovne, mi abuelo, se fue a la Argentina; yo hice el camino al revés. Probablemente tenga más sentido del humor que él. No sé sánscrito. No pienso suicidarme a esta altura, es demasiado tarde. Estoy rehaciendo caminos permanentemente y la palabra clave es fidelidad”.

A diferencia del poema de Paz, Dujovne Ortiz se define como “la que nunca tuvo árbol”. Hasta que llegó al campo francés. Observando la forma de los árboles le floreció una serie de revelaciones. “El árbol tiene la forma del tiempo”, transcribe oralmente del libro. “Me pasé once años observando cómo crecía el sauce, pensando en [su tocayo de apellido materno] Juanele. Una rama para acá, otra más allá. Mi sauce se las arreglaba para crecer por encima de los otros árboles que querían invadir su territorio sin pelearse. El árbol es, además, la relación entre la tierra y el cielo. Y tenés razón, es el árbol de mi vida: esta trilogía tiene forma de árbol”.
En un principio fueron dos libros independientes: “El árbol de la gitana” y “Las perlas rojas”. Cuando escribía “Aguardiente” se dio cuenta de que había “un solo árbol, una trilogía”. Alicia tenía terror de morirse antes de publicar la trilogía. “Vos me preguntás qué se siente y vos lo sentís con tu oído de poeta. Y yo lo soy -o lo he sido- y lo sentí sobre todo al leer este libro. Si hubiera dejado eso ahí, en el tintero, una parte fundamental de mí no se hubiera conocido. Habría quedado como la biógrafa de Eva Perón o como autora de novelas históricas, textos periodísticos o libros sobre la miseria en la Argentina. Habría quedado como una chica muy estudiosa -lo soy- pero no como la poeta de la naturaleza que, en el fondo, siempre he sido. En ‘Aguardiante’ [el tercer tomo de la autobiografía], a los 80 años vuelvo a los 20. Vuelvo a una poesía deísta donde está presente la naturaleza: los animales, los árboles, las plantas. ‘Andanzas’ es el libro poético, el libro que es río y es árbol a la vez. Ahora estoy tranquila, ya lo hice”.

“Andanzas” funciona como una obra de teatro que se desarrolla en tres actos-libros. Los personajes inventados por Alicia (El lechuzón, La Gitana y Aicila) descontracturan, sacan una sonrisa, dejan ver a trasluz lo no dicho. “Te puedo asegurar que aparecen solos”, revela.
El uso de la segunda persona, admite la autora, responde a “que es muy difícil usar el yo cuando uno ha cambiado de país”. Por eso apeló al vos: para contarse a sí misma su historia. La historia de una familia “rara, mezclada”. Una familia donde se cruzan cristianos, judíos, colonos, conquistadores, marinos genoveses y emigrantes judíos de Ucrania con excomunistas. Eso explica, en parte, la sensación de no pertenencia de la niña que una vez llegada a Francia en 1978 empezó a juntar los pedazos rotos de su gran espejo interior. “Al cabo de unos años se aclaró. Tenía sentido que yo me hubiera considerado gitana, exiliada de nacimiento, porque ahora lo era. En ese momento pude saber qué es el yo de la exiliada, el yo de la transformante, el yo de la que no sabe muy bien quién es, pero que asume el no saberlo”.
En “El árbol de la gitana”, la gitana busca hacer entrar en razón a Alicia sobre la necesidad de romper la vida en mil pedazos para que el corazón avance. En el epílogo de la trilogía (“Aguardiente”), el personaje interior no se parece a Madame Lynch (“La Madama”) ni a La Gitana, sino que es mala. Aicila (Alicia al revés) es malísima, según su creadora. “Yo estoy sola en el campo, soy la extranjera del lugar y no hablo con nadie. Aicila no me quiere para nada pero me sirve teatralmente porque me critica”.

Es un actor de reparto en “Andanzas”. Fluye, limpia la sangre, navega libremente. “El río de mi vida es el Paraná. Mi tía Tila tenía una casa en la isla del Tigre donde pasé todos los veranos de mi infancia. Tengo una necesidad de río. Ese río rojo y caliente que conocí en mi cuerpito infantil con mi mallita verde. Al lado de ese río escribí o leí en voz alta mis primeros cuentos”.
Viaje al futuro de esa niña, al presente. Alicia pinta cuadros con un personaje que adoraba: Dorothy Lamour. “Ella era una actriz exótica norteamericana que andaba por la selva con un tigre. Yo de chiquita andaba por la selva imaginaria de mi infancia en el Tigre. Lo cruzaba en bote, en medio de grandes oleajes, con mi prima. Era muy feliz ahí, aprendí a nadar y a remar en el Tigre. Esa temperatura del agua, los pescaditos que me venían a morder los pies en el muelle del Arroyo Caraguatá y Canal Arias. Un poco más allá estaba la parte del Paraná de las Palmas y cruzando está todavía, supongo, el lugar donde se suicidó Lugones. ¡Cómo no va a tener que ver conmigo el río!”

Alicia ensancha el vasto glosario de la lengua española. Donde dice patriotismo, ella punza hasta llegar al matriotismo y al hermanismo. Acto seguido reconoce, angustiada: “Con todo lo que he vivido en la Argentina, todas las palabras que tienen que ver conmigo empiezan con ex: exiliado, excomunista... Yo creo firmemente que no estamos solos, cargamos con la memoria de los antepasados. De pronto hay tremendos pesares (¡mirá vos qué palabra antigua se me ocurre!) que caen sobre los hombros de una sin que tengan relación con lo que se está viviendo. Es algo heredado. Yo no vine al exilio sola. Vine con mi hija y con una infinita cantidad de papeles de mi madre y de mi tío Néstor Ortiz Oderigo, el africanista. Después volví a la Argentina varias veces con mis memorias que se traducían en kilos y kilos de papel”.
En esa serie de sentidos escala una palabra que es moneda de cambio en México y que Alicia nota como uno de los atributos de quien está exiliado. Engentada: llena de gente. En 2011 decidió cumplir su viejo sueño de los 20 años. Se sacó de encima a “toda la gente y las cosas inútiles” y se fue a vivir a Berry, la región de George Sand. “Una región de hadas, no de brujas”, intercede Dujovne Ortiz. Sola en un caserón del siglo XVIII al lado de un bosque. “Tenía problemas de salud, nadie entendía qué enfermedad tenía yo. Pensé que iban a ser mis últimos años. Claro que me salvé, pero para eso tuve que volver a París. Fueron once años de diálogo con el personaje interior desde el lugar de una señora mayor que mira todo con muchísima distancia y mucha menos pasión (o con otro tipo de pasión). Estoy contando lo mismo pero desde otro lugar: la soledad absoluta”.
La soledad es una clave de lectura de la vida de esta mujer trashumante. “Yo crecí en la soledad porque mis padres se fueron del Partido Comunista y eso significaba abandonar un país. El carnet del PC era como un pasaporte: cuando uno lo entregaba se quedaba solo. Para los ex camaradas que no se aterraron con los crímenes de Stalin, mis padres eran traidores. Cuando yo era chica no venía nadie a casa. Es decir, la soledad ya estaba dada... pero yo buscaba otra soledad: la soledad de entender qué estoy haciendo en este planeta. Eso creo haberlo entendido en el campo francés como podría haberlo entendido en el litoral porque mi familia es de río. Creo que aquellos años de soledad buscada, elegida, como una necesidad absoluta, fueron determinantes”.
La trilogía recupera también las andanzas metodológicas de Dujovne Ortiz. Alicia siembra pistas para la comunidad lectoescritora: que las palabras se las arreglan solas, que hay que dejarles la rienda suelta, que siempre acude a salvarnos alguna, que hay que estar concentrados, que el que no sueña ensaya, experimenta.
Esta tríada de verbos fue la que ha encarnado la autora en cada una de sus publicaciones. Mientras atravesaba la investigación de “Eva Perón. La biografía” (1995), por caso, probó con una técnica para tomar notas de entrevistas realizadas a viejos peronistas y señoras del Partido Peronista Femenino. Entonces galgueaba por el país galo. “Siempre anduve de casa en casa”, recuerda. “Nunca tuve mi casa, hasta la de campo. Me prestaron un caserón en el sur de Francia con varias habitaciones y camas cameras. Ahí iba poniendo los papelitos con colores en forma horizontal”.
Ese es un método de organización del texto, pero la estructura es algo que le costó mucho encontrar. En “El árbol de la gitana” lo consiguió merced a Bianciotti. “¡Muchas gracias, Héctor! Que en paz descanses”, saluda desde el aquí-y-ahora. “Pero seguía faltando la estructura”, reconoce. “Hasta que me di cuenta de que eso también se hace solo. El verdadero método está en escuchar lo que el texto quiere. No solamente en la escritura, sino también en la estructura. Hay algo que se va dando solo”.
A lomo de su trilogía, Alicia resuelve aposentarse en una aventura juvenil, no diremos hace cuántos años. “Estaba en la provincia de San Luis, bajando a caballo desde La Cumbre, a 3.000 metros de altura, por un camino de escalones de piedra resbaladiza, al lado de un abismo donde se había matado gente. Me habían dicho: ‘Tirate bien para atrás en el caballo y dejale la rienda un poco suelta. El caballo tiene que saber que vos lo estás manejando pero el que sabe bajar esos escalones al lado del abismo es él’. Y yo pensé: ‘¡pero eso es exactamente la escritura!’. Soy yo la que escribe (hay un yo del escritor), pero tengo que escuchar lo que el texto quiere. El texto y el cuadro saben más que uno, saben lo que uno no sabe”. Conectando con la semilla que dejó la profesora de canto en su niñez (“no cante Usted, déjese cantar”), Dujovne Ortiz cierra el círculo -o mejor, lo abre al infinito-: “Mi voz sabe más que yo de mí misma”. Y, desde allí, el golpe final es un salto al futuro: en sus talleres literarios ella lee los textos de sus alumnos en voz alta. “Hay una relación con la voz y con la oralidad, por supuesto”.
Alicia se despide de la llamada con unas perlas. Confiesa que le gusta mucho mi nombre y lo hilvana con algo que la tiene encendida, “un ensayo personal” sobre la Gioconda (“volver al pensamiento, volver al estudio”). Punto y aparte. Dedica una elegía a su generación, a la generación de los ‘60. Le agradece por hacerla escribir así, de una forma no tan lineal. También se queda con un legado: el amor a la riqueza de las palabras. Desde el campo francés en el que se encuentra, retribuye; enlaza su amor por la literatura y la naturaleza, saludando a San Francisco.
“Me pasé once años en estado de éxtasis permanente, contando los pétalos de las flores, preguntándome por qué la mayor parte de las flores tienen cinco pétalos, por qué los pájaros cantan todos juntos. Se dan cuerda a la hora de la siesta en verano. Y de repente se callan. Imaginate cómo estaría de extática para ponerme a contar los compases del silencio. ¿Durante cuántos compases los pájaros se callan todos juntos? ¿Y a qué número de compás vuelven a darse cuerda para cantar? Cinco. Como los pétalos.
“Amanece en la noche del cuerpo. Allá adentro, en [su] frente, el árbol habla. Acércate, ¿lo oyes?”.
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