"Para Frenesí, el pasado era su caso para siempre, el zombi a sus espaldas, el enemigo que nadie quería ver, una boca ancha y oscura como una tumba". Thomas Pynchon, "Vineland".

La flamante película, inspirada en la novela "Vineland" de Thomas Pynchon, enfrenta a un grupo de ex revolucionarios con las sombras de la historia y los dilemas del presente.

"Para Frenesí, el pasado era su caso para siempre, el zombi a sus espaldas, el enemigo que nadie quería ver, una boca ancha y oscura como una tumba". Thomas Pynchon, "Vineland".
El estreno de "Una batalla tras otra", lo nuevo de Paul Thomas Anderson, inspirado en la novela "Vineland", pareciera un piso más de un edificio altísimo, que todavía está en construcción y cuya cima es imposible de atisbar.
La historia de un grupo de ex revolucionarios que, años después, debe reunirse para rescatar a la hija de uno de ellos se refiere (y esto suele ser disparador para obras de gran fuste) a los reencuentros y al peso de las heridas del pasado.
Pero (en otra capa que engrandece la flamante película) es también un mapa de las tensiones culturales del presente. Que Anderson "abre" con la intención de descifrar lo que se esconde debajo.
Su cine, una vez más, funciona como un archivo o, mejor dicho, como un cuestionario sobre los sueños y las fragmentaciones que moldearon la identidad norteamericana.
Desde "Boogie Nights" hasta "Magnolia", Anderson encontró en el cine coral una herramienta a su altura. La deuda con Robert Altman es explícita: personajes en escenas pobladas, lo colectivo como protagonista.

Altman se vale de esa variante para "desarmar" la identidad estadounidense en películas como "Nashville" (que utiliza la música country para satirizar a su país) o "Ciudad de Ángeles" (que se adentra en el universo del novelista Raymond Carver); Anderson lo hace de un modo todavía más visceral.
En "Una batalla tras otra" aparece esa constelación de voces que se superponen, dialogan, se contradicen y componen así de esa forma un "fresco" (si cabe tal intertextualidad con las artes plásticas) que va más allá de lo individual.
Anderson suele ser inscripto en la llamada "generación de videocassette", cineastas que en los años 90 se formaron desde la cinefilia casera.

Tarantino encarnó el costado pop, hiperreferencial y violento; Richard Linklater, la introspección. Anderson absorbió esa cultura audiovisual, pero la elevó a las alturas de Stanley Kubrick o Martin Scorsese en cuanto a búsquedas formales.
Si Tarantino a veces abusa de los guiños y las citas, Anderson hace de cada plano una búsqueda expresiva. Desde ahí, su cine habla del destino, la herencia cultural y el peso de los lazos familiares, con especial énfasis en la figura paterna.
La elección de adaptar "Vineland" tiene que ver con las similitudes entre la prosa de Thomas Pynchon, laberíntica, y el estilo de Anderson.

Ya en "Vicio propio", basada en otra novela del autor, había indagado en los desajustes del sueño americano. "Una batalla tras otra" es un paso más allá: es una apropiación en el buen sentido de la palabra: toma los hilos de la novela y los reacomoda.
La relación de Anderson con sus actores siempre fue importante. Philip Seymour Hoffman fue su gran aliado, Daniel Day-Lewis encontró en él a un director capaz de llevarlo a un paroxismo interpretativo.
En "Una batalla tras otra" conviven intérpretes consagrados (Di Caprio, Sean Penn, Benicio del Toro) con jóvenes como Chase Infiniti, de 25 años. Un intercambio generacional que aporta otras capas de sentido a la narración.

En Anderson, los travellings de "Boogie Nights", los silencios de "The Master", los encuadres en "Petróleo sangriento" y el tono doméstico de "Licorice Pizza" son variaciones de la misma idea: filmar es preguntar.
En "Una batalla tras otra", la puesta en escena se pone al servicio de un interrogante: ¿qué queda de aquellas utopías revolucionarias en el presente? Anderson filma todo eso con la intensidad con la que sus personajes enfrentan sus fantasmas.
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