“¿Cómo estás? Tanto tiempo”, tira Manu. Lo dice con el swing del que habló hace dos o tres días con su interlocutor. Como si la correspondencia no se hubiera frenado en algún momento. Fue un poco así, pero un artista nunca deja de enviar señales desde su código-posta. Manu y yo nos cruzamos tres veces en tres ciudades distintas: recital en Rosario, par de porrones en Buenos Aires (2014), entrevista-acústico en Santa Fe (2017). Dos de esos lugares, probablemente los tres, ya no existen más.
Ahora, el encuentro no es presencial, como se dice desde 2020. Del otro lado de la videollamada, asoma tímidamente una foto del 59 con el cartel EST. BS. AS. - CONSTITUCIÓN. Entra la cámara, al revés. Acomoda. En el giro se alcanza a ver un foco persistente sobre una pared blanca, y dos pósters detrás de Manu. Saluda y agradece. Hace diez volvió del laburo, pero ahí va: “poniéndole el cuerpo a todo”. Empieza a armar un pucho que le demandará dos o tres minutos e irá intercalando en el transcurso de la conversación.
Los años, el trabajo
Era viernes 18 de julio de 2014, cinco días después de la final contra Alemania. Un tal Manu Hattom se presentaba en un bar de Rosario, junto a amigos de la ciudad (entre ellos, uno de sus compañeros actuales, Marcos Ribak). El lugar, pegado a una sala de ensayos, se llamaba Shelter. Tocamos timbre y dos minutos después estábamos con Juan Cruz, dispuestos a disfrutar de una helada. En esa ocasión publiqué una crónica en un blog personal que decía, palabras más palabras menos: “Manu andaba dando vueltas emulando el recorrido del jugador de fútbol antes de salir por la manga. En un momento se infló (se encendieron las luces) y el volante creativo de Haedo entró a la cancha con su casaca blanca y marrón: en el pecho un escudo del Polaco Goyeneche”.
A un año y chirolas de la salida de “Benalmádena despierta” (2013), recién nacía la idea de armar una banda y tocar. “Esa fue la última tirada artesanal de CD’s que hice”, recupera Hattom, haciendo equilibrio entre recuerdos y olvidos. “No sé si lo subí apenas salió”. Corrió agua bajo el puente: discos, giras, feats, reconocimiento. “El proyecto creció. Algunas cosas fueron cambiando: la estructura, el contenido, la figura simbólica del artista. Hay gente que se identifica más. Son los años, el trabajo, las cosas hermosas y no tanto que pasaron en el medio. Pero el proyecto sigue siendo independiente”, subraya antes de largar el humo hacia el techo.
Ya lo contaste
El trayecto que inauguró “Benalmádena despierta” y conduce, hasta el día de hoy, a “La canción perdida” (2022), tuvo otros tres parajes en el camino: “Autopistas” (2016), “10 formas de transportarse por el aire” (2017) y “Temporada alta” (2019). A Manu le gusta pensar cada álbum como si fuera un libro. Igualmente, reconoce que le “cuesta mucho construir desde la ficción”. Por eso, su última obra representa una evolución, una “bisagra hacia lo que se viene”. Da otra pitada, piensa y sigue.
Tenía el disco más o menos terminado. Ocho canciones. “Me parecía que otra vez había contado una etapa de mi vida. Quería hacer una canción folclórica para dar paso al futuro, con instrumentación más autóctona. Me imaginaba todo el tiempo la luna tucumana, me acordaba de Atahualpa y Mercedes. Empecé a revisar un poco ese archivo y había escrito una letra completamente sobre esta canción. Se la mostré a mi amiga Cami Fabbri. Me mandó a escribirla de vuelta. ‘Manu, esto ya la contaste’, me dijo. ‘Si va a ser el puntapié para otra cosa, escribí otra cosa”. Así nació “Luna llena”, una de las muestras que eligió el artista de la Zona Oeste de Buenos Aires para empezar a circular el álbum. “Un día escuchando música en casa, me saltó algo de Rosario Ortega. Sentía que ella podía representar esa tonada medio tucumana. No la conocía personalmente, pero le escribí. Ella, muy amorosa, me dijo que le mande la canción”. El resto es historia conocida.
Me juega a favor
“La canción perdida” habla de dos tópicos señeros de la literatura universal: amor y tiempo. Como adjetiva el título, hay una escenificación de lo extraviado, y una sospecha del obrador de canciones sobre la principal pérdida: la felicidad. Pérdida más como gotera -incesante en el techo que arruina lentamente las cosas-, que como desaparición. En el hogar, espacio de los recuerdos, las peñas con amigos son noches de folclore y “el brillo de las sonrisas perpetúa todo lo que alguna vez hemos vivido”. La voz cantada y escrita, el registro del autor, se empodera en “La canción perdida II”, pulso que anuda la obra, cronológica y emocionalmente, con un sonido que rememora a Gorillaz en “On melancholy hill”.
Manu advierte que por esos intersticios comenzó a filtrarse la nostalgia. Si en “Querida”, él y Juliana Gattas [NdR: vocalista de Miranda] son dos-en-la-ciudad, que se conocen en Juan B. Justo y Córdoba, “Astronautas” configurará el imaginario del enamoramiento, con guiños a la historia de “Armageddon”. “Bienvenida” reforzará el carácter apelativo, la segunda persona, el “vos y yo” que tironea para convertirse en nosotros, y deja entrar por la ventana a la luna (“Luna llena”), omnipresente pero silenciosa en las primeras piezas del disco.
“Tormenta” narra los primeros chispazos de una flamante pareja, con humor de treintañeros cómplices, que comparten un día con olor a domingo. Siguen dos pinceladas de desencanto, que se evaporan como el amor, por eso el fade out. “Se nos cansó el corazón”, testimonia “Milagro” virando desde la crudeza del piano al baile bolichero para activar el olvido. Entonces aparece el hit, “Cumpleaños”, el grito desde la trinchera del Gran Buenos Aires a la burbuja de Capital Federal. El sujeto, dolido, se quiere encontrar, entre consumos culturales y composiciones y larga por ahí: “empecé a sospechar de todo el amor que me das”. La cantante española María de la Flor tiñe aún de mayor gravedad la atmósfera con su cante flamenco y juega con Hattom al juego del sol y la luna (“Bolero para encontrarte”). La tercera parte de “La canción perdida” no anda con vueltas: “la canción termina”.
Me lo gané
“Temporada alta”, el disco anterior, dejó a Manu eufórico. “Estaba muy arriba”, dice. Por varias razones... la más importante, haber conocido a Fito Páez y grabar con él “El herido”. “Ese sentimiento de felicidad no me lo saca nadie. Pero en el momento, era un éxtasis muy particular que nunca había sentido: estaba feliz por estar feliz de lo que me pasaba. Y, bueno, después la cuarentena hizo lo suyo, no? De repente estaba escribiendo un disco más similar a ‘Autopistas’, con una tónica dark, sentimental”. Tranquilo, pero herido.
El encuentro con Fito marcó profundamente al músico de Haedo. “Pienso que el trabajo dio sus frutos, de algún modo me lo gané”. El vínculo fluía. Páez invitó a Hattom a dos ensayos -uno de ellos por los 30 años de “Ey!”-. Esa noche lo volvió a invitar, esta vez le cedió el espacio para que presentara una de sus canciones en La Trastienda. Pasaron semanas, juntadas... “y un día me sinceré completamente. Le conté un recuerdo muy lindo de mis viejos en la casa italiana que teníamos en Haedo cuando éramos pibes. Ponían ‘Circo beat’ y ‘El amor después del amor’ a todo lo que da y los locos empezaban a limpiar. Yo crecí con eso. Él me dijo: ‘Bueno, Manu, a mí me pasó con otros artistas. Pero ahora somos colegas’”. Silencio radiofónico. Cuando empezaron a trabajar en “El herido”, Manu observó y absorbió la experiencia, el manejo de la banda en el ensayo, cada detalle. Y al grabar las voces, lo sorprendió cómo Fito rompía con toda estructura. “Un fucking genio”.
Intermezzo Tweety
“Nunca pensé nada, pero todo lo que esperé se dio en este disco”. Todo-lo-que-esperó Manu incluye, además, la mezcla del mítico Tweety González. “Estaba grabando unas voces en su estudio y él me preguntó si tenía más canciones. Puse el celu y escuchamos las maquetas. Está buenísimo, me gustaría sumarme si te parece”, dijo el programador de “El amor después del amor” ante un boquiabierto Hattom. “Cuando lo vi trabajar, las canciones crecían, con desenlaces muy exitosos. El disco suena así gracias a que apareció Tweety y de algún modo produjo las canciones”.
Lo que el colectivo
Si le preguntan qué género hace, responde género canción. “No sé si existe, pero a la hora de la composición, las referencias ya están delimitadas. Me gustan las sonoridades, los patrones, la instrumentación y las estructuras rítmicas de la canción argentina”. Además de Páez, la música de Manu va conversando con la atmósfera pop rock del Charly de los ‘80, la riqueza vocal del universo Spinetta, y la rima juguetona de Calamaro. Sobre este último punto, repara: “En ‘La canción perdida’, las letras están más afiladas. Me gusta mucho crear paisajes, cosas muy literales que uno se puede imaginar mientras va escuchando las canciones. Estuve atento para no dejar nada librado al azar. Trabajé bastante el sonido de cada palabra, el timbre, las sílabas. Creo que si alguien escucha mi discografía de principio a fin lo puede notar”.
“Bienvenida”, por ejemplo, repone algo del método del artista, cuando expresa: “escribo versos repetidos / de canciones de amigos”. En ese manufiesto, el músico encuentra el lazo con su comunidad. “Soy lo que el colectivo me dejó durante todo el camino. Me siento un engranaje de todo lo que me pasó y lo que pasó con la música contemporánea a mis compañeros de ruta”. Entre sus aliados/as, ocupan un lugar clave los instrumentos, claro. Según confiesa, “todos los días paso mucho tiempo [con ellos]. Sea un piano en el cuarto o la guitarra al lado de la cama. Puede ser la una de la mañana, mientras estoy viendo una película, y agarro la guitarra. No sé por qué, pero es una conexión que me gusta”. Flashback. El músico con la remera de Platense y el escudo de Roberto Goyeneche cierra el show en Rosario. “Esta canción se llama El fin 3”, habrá dicho. Y le fue dictando al aire: “para resistir fundé esta canción...”.