Libros del Zorzal reeditó recientemente "Misterios insondables", de Jean Jacques Sempé. Supone un entrañable reencuentro con este ilustrador francés, recordado por "El pequeño Nicolás", personaje que creó junto al guionista René Goscinny.

Libros del Zorzal rescata las viñetas que hicieron del ilustrador francés un autor imprescindible. ¿Por qué su obra todavía interpela en pleno siglo XXI?

Libros del Zorzal reeditó recientemente "Misterios insondables", de Jean Jacques Sempé. Supone un entrañable reencuentro con este ilustrador francés, recordado por "El pequeño Nicolás", personaje que creó junto al guionista René Goscinny.
En las viñetas de Sempé habita una verdad: la vida cotidiana es infinita y contradictoria. Cada línea, cada gesto, aunque sea chiquito, de sus personajes es un análisis de la condición humana tan sutil como un párrafo de John Kennedy Toole.
En una época en que los productos culturales parecen resignados a la simplificación y la inmediatez (el gag rápido sustituye a la reflexión, como ocurre por ejemplo en la sobredimensionada "Homo Argentum"), volver a Sempé implica asumir que la mirada atenta de lo trivial revela lo esencial.

Su obra, desde "Nada es simple" hasta las tapas de The New Yorker, pone al humor gráfico a la altura de los grandes artistas del siglo XX. No es exagerado decir que fue para el dibujo humorístico lo que Alfred Hitchcock fue para el cine.
Nacido el 17 de agosto de 1932 en Pessac, Sempé se instaló en París a los 18 años, donde todavía estaba en carne viva la ocupación de los nazis, que había terminado pocos años antes.
En 1951 publicó su primer trabajo y allí conoció a René Goscinny. Juntos crearon "Las aventuras del Pequeño Nicolás" en 1955, primero en historietas semanales y luego como libros que se convertirían en clásicos de la literatura infantil.

Para Juan Pedro Quiñonero, "a través de sus dibujos, Sempé recordaba su infancia. Y en sus historias, Goscinny contaba las metamorfosis de una Francia que había salido del trauma trágico de la Ocupación, durante la Segunda Guerra Mundial y se transformaba a un ritmo vertiginoso".
Sempé desarrolló un lenguaje gráfico basado en la economía del trazo y la precisión del gesto, que juntos funcionaban como un "bisturí" que atravesaba la realidad.
Sus dibujos comenzaron a aparecer fuera de Francia y en 1978 inicia su colaboración con The New Yorker, donde sus tapas se convirtieron en epifanías urbanas, síntesis del absurdo, la ternura y la soledad de la vida moderna.

En palabras del propio Sempé, "Creo que vivo sorprendido. Aun cuando no se ve". Su humildad se conjuga con una ética. "Tampoco tengo la impresión de haber creado ‘una obra’, como dicen algunos. Esa palabra me molesta. Solo hice una enorme cantidad de dibujos. Es lo único que sé hacer".
Su humor nunca fue agresivo. "Detesto la burla. La única actitud que, como máximo, podría tolerar, es la de la sonrisa”, afirmó. “¿Quién puede pretender ser humorístico? Es el público quien decide. En mis dibujos, es la situación la que, con frecuencia, me parece cómica. Nunca las personas".
J. L. Martín, en El Mundo, indicó que el suyo es "un humor que sin dejar de ser amable pasa a ser pura sociología: el comportamiento de la gente corriente visto a través del prisma de un humor tamizado por la ironía y la ternura. Pura poesía visual".

Un rasgo del arte de Sempé, que nunca habló otro idioma que no fuera el francés, es la universalidad de sus imágenes. Que emana de la atención al detalle y la empatía hacia sus personajes. Cada viñeta es, en efecto, un laboratorio de la condición humana.
Son escenas triviales en apariencia, pero de enorme potencia. Allí reside la diferencia con productos contemporáneos de consumo rápido. Sempé construye paciencia, densidad, y un humor refinado que requiere tiempo para ser digerido.
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