Silvana Stabielli explora la riqueza del lenguaje con su "Atlas de palabras únicas"
Conocida en redes sociales como Góngora, la profesora de francés, licenciada en Letras y asesora lingüística de Canal 13 y TN, diseña un dispositivo de quinientas palabras con un fin didáctico que no elude el entretenimiento.
Presentación del libro, junto a la periodista Cata De Elía, en Yenny Palermo. Foto: Gentileza Yenny - El Ateneo
“Hay una cantidad de palabras que se viven con el cuerpo”, reflexiona Silvana Stabielli tras ser consultada por sus vocablos preferidos además de “alambique”. La entrevista sucede a días del lanzamiento (¡qué sustantivo!) del último álbum de Babasónicos: “Cuerpos vol. 1”. Sí, parece el título de un libro. O, claro, de un disco rock prog de los 70. Góngora, como se la conoce en Instagram, no sabe de mis devaneos filosófico-musicales. Mientras una parte de mi cerebro capta su respuesta y se dispone a contraatacar con el próximo interrogante, otra se pierde en fragmentos del disco de la banda de Lanús: “Quizá en poco tiempo seamos los últimos seres / con la contraseña del habla”.
Cuando Planeta le propuso la aventura editorial a Silvana, el corsé del libro, la materialidad en todo su esplendor allanó el camino. Su configuración barroca -de la que se desprende su avatar lingüístico- se encargó de nutrir de arabescos cada volumen. Por la ubicuidad de sus ilustraciones, por la atmósfera que imprimen las instrucciones, por la eficacia del glosario luego de cada relato, por las versalitas y por las actividades, resuena a uno de esos manuales para estudiantes de español como lengua extranjera. Pero es un atlas. Un “Atlas de palabras únicas”.
“Yo creo en la divulgación. Si vos tenés la generosidad de leer este libro, yo quiero que ese momento, además de un fin didáctico, tenga algo de entretención”, afirma Stabielli. Foto: Gentileza Planeta
La palabra vuela
Stabielli reconoce que este artefacto responde a una necesidad concreta: hoy faltan palabras. Pero no quería crear un diccionario o un manual, sino un organismo vivo que respetara el aleteo del idioma. “Poner las palabras en acción. Además, la palabra quieta vuela”, explica. “Puede resultar pomposo porque la gente no anda diciendo: ‘Llegó iracundo y pegó tres gritos’. Pero yo quisiera que quien lea se fuera con un vocabulario de, por lo menos, cien palabras. Algo ambicioso, porque el inventario tiene más de quinientas”.
En este sentido, Silvana destaca que el volumen fue gestado como una herramienta de divulgación, en línea con los contenidos publicados en Instagram (@gongora.ar) y Tiktok (@gongora.comoescribirbien). No quería escribir “desde un lugar académico, jerárquico, lejano o aburrido”, relata. “Cuando yo estudié, teníamos una concepción de las Letras como las Bellas Artes, un saber superior al que accedían algunos. Me parece mal, mal, mal, mal, como digo en las redes. Yo creo en la divulgación; si no, me hubiera dedicado a otro tipo de cosas que tienen que ver con los estudios académicos. El humor sale de ahí. Si vos tenés la generosidad de prestarme atención en las redes o de leer este libro, yo quiero que ese momento, además de un fin didáctico, tenga algo de entretención. ‘La enfermedad de las palabras’ e ‘Instrucciones para leer este atlas’ son mi manifiesto en relación a todo el trabajo. Porque yo tomo el compromiso de hablar de la lengua desde el lugar donde yo hablo. Además, mi personalidad se refleja bastante en el libro”.
“Yo quisiera que quien lea se fuera con un vocabulario de, por lo menos, cien palabras. Algo ambicioso, porque el inventario tiene más de quinientas”. Foto: Gentileza Alejandra López
Me protegían
Para ingresar al atlas de Silvana primero hay que cruzar el portal de los epígrafes. “Yo necesitaba pararme en ese lugar para empezar a escribir el libro. A mí esas frases me protegían”, reconoce la asesora lingüística de Canal 13 y TN. “Roberto Arlt, entre otros, milita ese lugar de la escritura como una profesión. Es un linaje al que yo reconozco y adhiero. El problema es que yo necesitaba que mi lugar en la escritura me quedara cómodo y tenía que declararlo en el minuto 1, como un presupuesto estético”. Ese otro lugar es el que propone Hebe Uhart (de quien tiene el volumen arriba de su escritorio) al decir, en línea con Zelarayán, que no hay escritores sino personas que escriben. “El escritor es un sustantivo que tiene un concepto y adentro está quieto. El verbo conjugado, la-persona-que-escribe, me da la idea de que es algo que está en permanente cambio”.
La siguiente escritora citada es Elena Garro, la voz silenciada del realismo mágico (“estuvo en sordina”). En el extracto que Stabielli toma se cifra la ambigüedad de la palabra. “La palabra es algo que funda, algo performativo”, interpreta citando como ejemplos actos como bautizar, jurar o prometer. Entre paréntesis, la Góngora del siglo XXI deja dicho que Irene es el personaje que representa la hipótesis más fuerte del libro -que es la hipótesis de la historia de la pragmática y la lingüística-: la palabra causa efectos en la realidad. Volviendo al postulado de Garro, indica: “La otra capacidad de la palabra, fluida y cristalina, es adaptarse a los nuevos acontecimientos. Hay algo nuevo y le pongo una palabra”.
El caminito de voces prestadas se amplifica con Vicente Huidobro. Pero, lejos de citar la frase de cabecera del creacionismo (“Por qué cantáis la rosa, ¡oh poetas! / Hacedla florecer en el poema”), la entrevistada se queda con el fragmento que la acompañó durante toda su cursada, en una pizarra de corcho, ubicada frente a ella: “No hay bien no hay mal ni verdad ni orden ni belleza”). Claro que “Altazor”, manifiesto de ruptura del poeta chileno, fue una gran revolución para la joven estudiante de Letras. Décadas más tarde, reflexiona con una tristeza indisimulable: “Yo veo eso hoy en este exceso de la desmesura y del desborde”.
La última frase pertenece a la pluma de Chano Moreno Charpentier. “Tenía que estar por toda su reivindicación de la palabra. Si yo hubiera escrito este libro hace muchos años iba a aparecer la novela de Migré. Lo masivo existe y hay que escucharlo. Además, un atlas recorre distintas capas: puede ir desde un vanguardista de 1931 como Huidobro a Chano. ¡Aparte lo amo!”.
“Hay una cantidad de palabras que se viven con el cuerpo, y esas palabras te las tienen que dar en el momento en que lo vivís con el cuerpo”, reconoce la autora de “Atlas de palabras únicas”. Foto: Gentileza Alejandra López
Pescamagic
Beatriz Vignoli escribe en “Sol salvaje” (Socios Fundadores, 2025): “Del lado de afuera del muro tenemos libros / donde pescar palabras” (pág. 39). “Atlas de palabras únicas” es uno de esos libros para tirar la caña al río y esperar que pique. Silvana encuentra un parangón entre el mundo de las palabras y el mundo de Willy Wonka. “¿Quién no hubiera querido vivir ahí?”, arriesga.
El personaje que representa cabalmente ese fervor indómito es Augusto, el “Erasmo de Almagro”, un personaje creado a partir de una técnica de puntillismo familiar: si se cuenta con microscopio podrá verse a la licenciada en Letras madre de otra licenciada en Letras y de un antropólogo, y al perro Filo. Casi como un brebaje sinestésico, el Jardín de las Palabras remite al Jardín de las Delicias del Bosco: “un cuadro que si lo mirás de lejos parece la cosa más amable y atractiva, pero cuando te acercás estás al lado de lo siniestro”.
El Jardín de las Palabras de nuestra Góngora, a juzgar por lo escrito en uno de los cuentos, jamás prescindiría del término “alambicado”. La autora explica el origen de su gusto -por sobre el del adjetivo “alambique”-: porque rememora aquellos gabinetes de los magos (y esto llama a la más tierna infancia) y porque su sonoridad se corresponde con la sofisticación del aparato que filtra brebajes mágicos. Pero también le gustan “arabesco”, “abanico”, “lágrima” y “cairel”. Cairel la alambica -¿existe el verbo?- otra vez a la infancia (“La bella y la bestia”) y, sin querer queriendo, a la polisemia (porque son arañas de luz). “Me doy cuenta que hay una tendencia a elegir las palabras por la materialidad sonora más que por el significado”, concluye. Las pesca con un imán, como el juego al que jugábamos de chicos. ¿Cómo se llamaba? ¿Pescamagic?
“Me doy cuenta que hay una tendencia a elegir las palabras por la materialidad sonora más que por el significado”. Foto: Gentileza Alejandra López
Con el cuerpo
Tuvo una familia enormemente rica en palabras; sus padres le enseñaron a nombrar el mundo. Ni su padre ni su madre terminaron la secundaria. “Mi madre hizo toda la carrera para ser profesora de inglés en la Cultural Inglesa. Ella me leía muchísimos cuentos, me recitaba Baldomero Fernández Moreno, Alfonsina Storni, Amado Nervo, José Martí... Mi cabeza siempre tuvo eso. Llegás a la facultad y esos escritores son mersas. ¡Mentira que están mal! ¡Mentira, están perfectos! Mi papá fue a un colegio pupilo irlandés, sabía muy bien hablar inglés. Él trabajó siempre en línea aérea, entonces yo pude viajar a muchos lugares. Por eso [en el libro] hay tanto sobre aviones y aeropuertos. No teníamos mucha plata, pero teníamos pasajes. Estoy contando muchos secretos...”.
En “La lógica de las palabras”, Silvana se detiene en algunos “caprichos de la lengua”. Es decir, esos vocablos que parecen significar una cosa pero significan otra. Y, eventualmente, nos confunden. Pienso en “escaparate”. En el relato mencionado al inicio del párrafo, la escritora decide enfocarse en “reaccionario/a”, cuyo sentido logró develar gracias a la corrección de su padre. “La gente sigue creyendo que el reaccionario es el que reacciona rápido. El reaccionario es el que está apegado a ideas conservadoras y tradicionales. El que es más revolucionario y el que reacciona contra lo establecido es el contestatario. Y tal como está narrado ahí, yo decía: ‘Mi papá se equivoca, si yo sé un montón y ahora aprendí esto de que las palabras derivan...’”.
Por eso, insiste en lo afortunada que es una persona que nace en una familia “donde le ponen nombre a lo no tangible” (honestidad, altruismo, sopor). “Hay una cantidad de palabras que se viven con el cuerpo, y esas palabras te las tienen que dar en el momento en que lo vivís con el cuerpo. A mí me las dieron. Yo sé muchas palabras por haber leído mucho y porque trabajé siempre en periodismo, pero la primera piedra es la casa”.
La materialidad de la palabra es una dimensión a la que atiende Stabielli. “La palabra tiene un cuerpo y yo tengo que sentir si ese cuerpo, cómo resuena en mí. Por eso elijo algunas y no elijo otras. La palabra ‘petulante’ me encanta y ‘cómico’ me parece una palabra fea. Tiene un significado lindo pero es fea. No refleja la alegría y el tintineo que tiene la palabra ‘reideril’, que yo inventé y mi grupo la conoce”. Cobra fuerza aquí, no solo el acto de escucha sino, su cómplice: la lectura en voz alta. “Yo tiendo a irme a la oralidad. Siempre pienso en un destinatario que está opinando sobre el relato, entonces hago pequeños diálogos con él, porque estoy hablando con alguien. La lectura en voz alta te recupera cosas del no verbal, que es enormemente comunicativo. Recomiendo mucho la lectura en voz alta, además la gente lee mejor si lee en voz alta”.