Ser en el viento
"Yo que me jacto de abrazar con tanto entusiasmo los bienes de la vida, no hallo en ellos, cuando los miro atentamente, nada más que viento". Montaigne
El lenguaje castrense chileno ha brindado un ejemplo de perversidad semántica, en las palabras de un militar que, refiriéndose al arresto de Pinochet, aplica una conocida metáfora justamente al revés: "Quien siembra vientos, cosecha tempestades". Dejando de lado la amenaza implícita en la frase, todo el mundo sabe que los vientos fueron sembrados por Pinochet, quien ahora se halla en el vórtice de la tempestad. Hoy en día, la realidad se vulnera con idioteces semejantes; el lenguaje, en boca de un genocida en actitud defensiva, suena a gargarismos de vitriolo: la ausencia de hombría y dignidad impide asumir los actos. Sin embargo, aunque existe una relación subterránea, no son los vientos sociales y políticos de Chile los que en esta nota se examinan.
Época de brisas contaminadas, los huracanes desatados con salvaje locura purificadora resultan cada día más extraños. El viento en cuestión, sinónimo de vacío, dilata el corazón hasta infartarlo; una versión desabrida de la mente ocupa el sitio de la modesta lucidez. Cuestionamientos retóricos, respuestas huecas. No es difícil caer en hipérboles, para las cuales hace falta más entusiasmo que discernimiento. La confusión, signo por el momento irreversible de la época, impide extraer la unidad de la diversidad. Las cadenas ni siquiera se sienten ya. La apología del mendigo, del que nada tiene, se nos antoja un buen punto de partida para iniciar una inspección de la libertad (palabra transfigurada hasta lo irreconocible), examinando a fondo las posibilidades actuales de supervivencia, cuando lo virtual carcome lo vital, dando a luz una masa de egotistas y falsificadores de sí mismos, moradores en el viento singular de la ausencia.
Ejemplificaremos con un tópico archirremanido que involucra a lo que llamaremos la gran masa compartimentada; masa no conjunta, detrito, atomizada (valga), carente de objetivo común; no obstante uniforme, peligrosa en la medida que socava, desde su atrincheramiento evanescente, las verdades dispersas en el siglo. No es tarea grata referirnos a la televisión, medio que, como tal, técnicamente hablando, es admirable. Sin embargo, esas cajas de "aislamiento sensorial" han tenido tantos defensores como detractores. Pensamos que unos y otros tienen razón. Howard Gardner, refiriéndose al niño, sostiene que éste tiene que ser capaz de construir apropiadamente la membrana que separa al mundo de la TV del mundo de la vida cotidiana. Pero, nosotros pensamos en el adulto (el niño es más sabio).
Interesa indagar el lado oscuro de la brillante pantalla desde la cual un Zeus moderno lanza sus rayos a los hombres.
Vislumbramos en primer plano la producción de una turba de fantasmas codificados, suplantadores de un mundo cada vez más evanescente, casi ajeno al tacto humano. Las argucias tentaculares del miedo, con su sutil (¿inconsciente?) sospecha de catástrofes, engendra un infinito entrecruzamiento de sueños, frenéticas pulsiones a negar lo que está cerca; convulsionan pensamientos e intuiciones, provocando atolondramientos que alimentan luego, con procedimientos de nodriza, inciertas vigilias. El espacio de la realidad ha sido ocupado; la realidad desaparece. En la cúspide de la incertidumbre, en la médula solipsista, lo virtual se apodera de la mente y del corazón. Paradoja aparentemente inexplicable. Una gran masa humana solo "vive" en referencia a la televisión, integrándose a ella como un absoluto; borra de un manotazo lo positivo que ésta brinda en gotitas, nutriéndose de sus virus, suplantando lo real por su imagen, la vivencia por la referencia, la vida personal por la ajena (existen especialistas en "entretenimientos", ahora dedicados a producir programas "reales"). El compulsivo apetito de emociones y sentimientos armados hace pensar que resecas emotividades y profundas indiferencias buscan ser estimuladas. El simple entretenimiento deriva, al traspasar el límite de la mera distracción, en la más visible enfermedad de la época: el deleite de ver sin estar. Una suerte de masturbación en cadena.
La participación real se vuelve ajena, amedrenta. Nada de comprometerse más allá de una chirle e inocua comunicación con el Otro. Relación de cadáveres educados: "¿Viste lo que pasaron anoche?". Como si las individualidades, en sus cubículos, atesoraran el transcurrir sólo en función de una inútil guerra contra el Tiempo. Un crocante pastel sin relleno: aguardar la muerte distrayéndose, evitando el compromiso vital y emotivo con el prójimo. El prójimo es lo que ve; no lo asume mediante un acto. De tanto morder el vacío éste adquiere, seguramente, un sabor agridulce.
¿Y cuáles son estos encantadores alimentos terrestres, que nutren cotidianamente los organismos, proporcionando espejismos en el desierto y la inmensa satisfacción de sentirse ajeno? Los chismes, en primer lugar, malvada combinación de vergüenza, "humanismo" promocional y retrete público, que satisface el apetito de poner el ojo en el agujero de la cerradura; el bombardeo de noticias diarias, cuya útil función social se convierte, para el topo, en diversión o en fuente de "conocimientos"; la adversidad y el dolor de otras gentes, que procuran el placer de sentirse "a salvo"; su lánguida tolerancia hacia los programas "pildorita", de beneficencia, donde obsecuentemente el pasado es transparente y eficaz; la ansiedad por saber si al final el ladrón o asesino ha sido acribillado; la refocilación de ser testigo del "amor inconmensurable" (y expuesto) de la diva por su pareja de turno; su inerte indignación, que no pasa de la queja y el comentario, motivado por las políticas del momento; su apetencia de redundancia en relación a publicidades y "confección" de películas, etcétera. (Hay etcéteras que matan.)
En verdad, un universo psicológico con sus geodésicas y coordenadas. Estremecimientos ocultos y acostumbramientos dignos de ser tenidos en cuenta. Protagonismo en la Nada. Ser en el viento. Inofensivas composiciones de la mente... en la medida de que interfieran el núcleo de la cultura, arrogándose el derecho de imponer un estilo a una visión del mundo menos alienada. Aunque se ha dicho que no hay hombre alienado, sino pleno... virtualmente hablando. En otra ocasión, examinaremos la capacidad reactiva de algunos integrantes de esta masa, toda vez que se enerva cuando alguien pone en funcionamiento el detonante. Es asombrosa la gama de argumentos "morales" relativos a la "libertad" y al "gusto" que se descuelgan como espadas. Por lo general, el enojo ocupa el sitio de la argumentación. Vaya a dar consejos a su abuela; no habitamos este mundo para hacernos mala sangre, y escupitajos por el estilo. Contradicciones implícitas en la conducta adoptada.
La mayoría silenciosa, en opinión de muchos pensadores, ya no integra un concepto sociológico; es materia inaprehensible de lo social. Pero nadie tiene coronita: también es cierto -creo que Nietzsche lo pregonaba- que la llamada lucidez del intelectual se debate a menudo en la soledad, en la impotencia, en la esterilidad de un balance psicológico siempre vuelto a empezar. Con una inquieta y vana avidez persigue el contenido humano y la vitalidad natural. Por otra parte, su permanente inquietud lleva al extremo la soledad y el vacío de la individualidad formal. Uno termina interrogándose acerca de la zona de los miedos, de las traiciones, de la inseguridad, de las promesas incumplidas, de los espectros melancólicos y depravados de la angustia universal.
Carlos Catania