Toco y me voy: un poco de luz
No sé qué relación tienen ustedes con la luz. No me refiero a la solar o a la espiritual (ahí está todo bárbaro) sino a esta lamparita de miércoles que se quema justo ahora. Y no se ve un pomo. Ni un pomo, ni nada. Ahhhh....
La culpa es estrictamente mía: me gusta dormir a oscuras. No me basta con cerrar los ojos. Necesito oscuridad exterior, interior, intermedia, en todas partes y bien pueden los psicólogos amigos abstenerse de iluminarme, porque en esta materia, ya no puedo ni quiero cambiar: donde se cuela un poquito de luz, me entra un insomnio que es más traumático que la necesidad imperiosa de oscuridad misma. Soy un fotofóbico nocturno militante. Bastante más prosaico que el príncipe de las tinieblas, y con argumentos un poquito menos ladinos, yo soy de esos que ponen una frazada para reforzar las cortinas si se filtra un poco de luz de la calle o de la luna, aunque aclaro que no llego a ponerme esas vendas negras tan paquetas.
Si quieren me someto nomás a una sesión psicoanalítica y vamos al principio: en las salas de parto no he visto cuando nací una luz tenue que acompañase, siquiera como una transición, la tibia oscuridad del vientre materno. No señor, los médicos nos reciben desde el vamos con reflectores y uno se siente nomás que sale a escena, que no se sabe la letra, y que está lleno de gente desconocida. Y encima está tu madre, nada menos, para completar el público presente. Aplaudan nomás, que yo cierro los ojos...
Pero les contaba de la manía oscurantista que traigo desde mi más tierna infancia, y que es capaz de poner reparos hasta a la inofensiva lucecita del vaporizador antimosquitos. Es esa que anuncia que el aparatito está encendido (por si uno no se da cuenta con el aroma) y que a las dos o tres de la mañana, si bien no sirve para iluminar la pieza, por lo menos facilita la tarea de los mosquitos, funcionando como una suerte de torre de control. Hasta el mosquito más estúpido sabe que metro y medio a la derecha de la única luz encendida está el aeropuerto en el cual repostar la nave y seguir viajando felices y contentos.
He descartado voluntariamente, no sin probar antes, las luces difusas de diversa índole, las violetas y las rosaditas, o las velitas de noche, porque me entra una depresión que me olvido de dormirme y esa luz no es ni chicha ni limonada (qué asco), no sirve para leer a las tres de la mañana, y apenas te orienta en lo oscuro para no confundir las chancletas con el gato barcino, al que no le gusta ser pisado a ésa ni a ninguna hora.
Lo jodido de los veladores es que se queman justo cuando uno los necesita. Es totalmente lógico: uno no los enciende cuando hay luz solar, sino a las cuatro y media, cuando el porrón y medio que uno se bajó solito reclama ser llevado al baño. �Vos no querías oscuridad para dormir? Ahí tenés oscuridad...
Instintivamente, uno se despierta y elige medio atolondrado las opciones que tiene: a mano derecha el velador, a mano izquierda, la patrona dispuesta a ponerte un cachetazo en seco por desubicado (uno no entiende tanta puntería si es que de verdad están tan dormidas), y supongamos que elegimos el velador. Al tanteo uno encuentra el cable y siente un pequeño escozor pensando en que un día nos vamos a electrocutar. Justo cuando esa idea empieza a formalizarse, encontramos la perilla (ya les dije que optamos por el lado derecho, el del velador) y encendemos. El fogonazo nos recuerda esas máquinas fotográficas antiguas, y recibimos esa luz como un cachetazo, igualito que el del lado izquierdo.
Una cosa es querer dormir a oscuras y otra muy distinta es no ver un carajo. Uno tiene que levantarse igual y lo primero que hace mal, mientras se arma el plano del dormitorio y de la casa entera mentalmente, es patear la chancleta, la izquierda o la derecha, no importa ya, y mandarla a un lugar imposible de precisar, debajo del ropero o la cómoda o la cama. Así que nos vamos descalzos y chocamos, en segunda instancia, la bocha tallada de la cama con la rodilla y, mientras te gruñen desde la izquierda en un castellano sorprendente (íqué boquita para una dama, y encima dormida!), uno repasa y ahoga una puteada. Yo no sé cómo anda su sistema de orientación para vuelos nocturnos, pero yo debo tener el piloto automático totalmente averiado. No podés chocarte el ropero, no podés bajar la repisa con los libros de cabecera, que quedan por el piso, valga la paradoja.
Ya hay cataclismo en la casa y no se ve nada, pero nada. Desde la izquierda se niegan todavía a encender su propia luz y optan por la solución facilista de decirte que dejés de romper un poquito las (censurado) e insisten en señalarme que estoy cada día más (censurado). Y yo me censuro nomás y quedo a medio camino entre volver calladito a la cama y aguantarme las ganas (a oscuras, eso sí, como quiere el señor) o avanzar nomás que qué se creen, que menos quejas, que no se comieron a nadie y que para dónde diablos quedaba la puerta en este dormitorio. Norte, este o sur da lo mismo en lo oscuro y no hay estrellas ni refranes del Martín Fierro que nos saquen de esta situación.
Feo es abrir la puerta contentos, por fin, y chocarnos con una percha. Feo es terminar abrazados al ventilador de pie, de golpe acostado con estrepitoso sonido (el propio de la caída, el de este servidor caído y con un ventilador encima), con lo que finalmente logramos nuestro objetivo: se enciende nomás la luz del velador de la izquierda, te miran con ganas de asesinarte y agradecés que el inventor del dormitorio, sabio, previó que ahí sólo hubiera almohadas y cojines (y ningún comentario al respecto) y no cuchillos o platos. Vemos por fin donde está la puerta, corremos hacia allá, volvemos y decimos un modosito apagá nomás. Es que me gusta dormir sin nada de luz, no sé si les dije.
Néstor Fenoglio