Acerca del riesgo país
Recientemente se ha popularizado el término "riesgo país", aun cuando su expresión cuantitativa se conoce desde hace varios años.
Se trata nada más ni nada menos que del indicador de la conducta de un país; algo así como la calificación que obteníamos en la escuela y que se basaba en una escala que nacía con el distinguido, pasaba por el bueno, por el regular, y terminaba con el deficiente.
Irónicamente, parecería que hoy en día lo que es fácil hay que hacerlo difícil y lo que ya lo es, tornarlo aún más. Por esa causa, se lo expresa como puntos básicos o -peor aún-, según algunas calificadoras de riesgo, como AAA, BB, AA, BBB, Investment Grade y toda la fauna esnobista.
Se dice que ese riesgo condiciona la financiación de las inversiones y que, cuando se dispara, las ahuyenta, debido a que se incrementa la tasa de interés para la financiación a tal punto que es capaz de convertir el proyecto más seductor en una auténtica indiferencia.
Ciertamente, no podrá comprenderse el riesgo país si no se tienen claros los conceptos acerca de la naturaleza de la tasa de interés. Ésta se conforma por dos factores fundamentales: la tasa de interés natural y una sobretasa por riesgo. La primera es aquella que representa simplemente el premio por la postergación del consumo. La segunda, una impropia explicación de la usura que, por lo general, antes que pecaminosa, es una cobertura -a veces desproporcionada- que se prevé por el riesgo de falencia de un acreedor en serias dificultades.
Entre los países sucede lo mismo: el riesgo se expresa por un indicador que se denomina "puntos básicos". Hasta no hace mucho tiempo, para expresarlo se corría la coma dos lugares, y así todo era más sencillo. En otras palabras, en lugar de decir 1.240 puntos básicos se decía que la sobretasa de riesgo país era de 12,40 %.
Pero el ser humano es incorregible y sigue al pie de la letra lo que se decía hace 2.500 años: "Y Dios hizo al hombre sencillo y él es el que se busca tantos problemas" (Eclesiastés, capítulo 7, versículo 29).
Veamos pues cómo se calcula ese indicador, al que, de aquí en adelante, lo expresaremos como porcentaje.
Cuando los países emiten títulos públicos lo hacen con una tasa de interés llamada "de emisión", la cual se fija para todo el período de duración del título. Por consiguiente, los ingresos futuros para el inversor son inamovibles, desde el primero al último cupón (o servicio de la deuda pública).
Cuando los países tienen una economía estable, se dan el lujo de solicitar crédito a una tasa muy parecida al interés natural: 5 % ó 6 %. Así lo ha hecho nuestro país, con tasas del 6 al 8 % en casos como el Bonex desde 1971 o los títulos YPF en 1958, títulos hoy extintos cuyos servicios se pagaron puntualmente.
De todas maneras, a partir del momento de su lanzamiento al mercado, los títulos comienzan a comercializarse en el denominado mercado secundario, es decir, de inversor a inversor, por oposición al mercado primario, que es de emisor a inversor. Allí comienza un largo periplo en el que la cotización de cada papel es la síntesis de una multitud de opiniones: las de los que compran y las de los que venden y que, antes de cada transacción, evalúan las posibilidades de cumplimiento del emisor. Y cuando éste es un gobierno poco confiable, los inversores tienden a desprenderse de los títulos y a bajar sus pretensiones ante un comprador que exige un precio más bajo porque está dispuesto a asumir el nuevo riesgo de incumplimiento de la deuda soberana. Este fenómeno es conocido en la prensa económica como default.
En consecuencia, el tipo de interés del título, que se fijó al momento de emitirlo, pasó a ser un dato sin uso o irrelevante, porque al ingresar el título al mercado, el valor del mismo está sujeto a sus vaivenes, y cuando cae sistemáticamente el valor, su rentabilidad es, paradójicamente, mayor. En efecto, la rentabilidad surge mediante el cociente entre los ingresos futuros, que, por cierto, permanecen invariables, respetando las cláusulas de emisión (numerador) y la inversión bursátil (denominador), cada vez más baja a medida que la confiabilidad desciende.
Ese cociente no es ni más ni menos que la rentabilidad del título cuando está en el mercado, y se denomina Tasa Interna de Retorno (TIR). La TIR se calcula refinándola con un procedimiento -que no viene al caso explicar- que recoge el factor tiempo, pues no tiene el mismo valor un servicio que vence a los seis meses que otro a los seis años. Así pues, la sumatoria de los valores actuales de los servicios, conjugada con la inversión bursátil -que se produce en el momento presente- hace surgir la TIR.
En consecuencia, cuanto más se desvalorizan los títulos de un país, mayor es su rendimiento, aunque sorprenda, porque dicho rendimiento contempla no sólo el interés natural, sino también el porcentaje de sobretasa por riesgo. ¿Riesgo de qué? De que el país emisor no honre sus compromisos.
Entonces, ¿cómo surge la tasa de riesgo país? Simplemente, por la diferencia de rendimientos (TIR) entre el título más representativo de la deuda pública de un país con riesgo, por ejemplo, la Argentina, y otro con riesgo mínimo, como puede ser el de los Estados Unidos. Cuando el primero es, por ejemplo, del 17,40 % y el segundo del 5 %, el riesgo país del primero es de 12,40 % (17,40% - 5%) o, dicho en lenguaje sofisticado, de 1.240 puntos básicos.
En nuestro país, el título más representativo en este momento es el Free Rate Bond (FRB), un título que surgió del Plan Brady (que desplazó al Bonex 1989 como principal referente). En los Estados Unidos, en tanto, es el Bono del Tesoro, que desplaza a la tasa LIBOR (London Interbank Offered Rate), que se utilizara durante mucho tiempo y que sigue representando la tasa libre de riesgos en el mercado interbancario de Londres.
Ahora bien, el riesgo país no surge por la perversidad de los inversores -entre los que también hay muchos argentinos- que desean devaluar un título porque sí, sino por la creciente falta de confiabilidad, a raíz de la mala conducta del país emisor. Ésta, a su vez, depende de innumerables factores, entre los que figuran la seguridad jurídica para las personas y los bienes, la estabilidad monetaria, la confiabilidad en el poder judicial; la simplicidad, economicidad y certeza de los regímenes tributarios, previsionales y laborales; la libre circulación de la riqueza; la estabilidad política, libertad para la repatriación de capitales y dividendos; adhesión a un sistema de economía de mercado; paz social; dimensión y eficacia del Estado; civilizada distribución del ingreso nacional, y la ausencia de conflictos raciales y religiosos, entre otros.
Hasta aquí nos hemos ocupado del riesgo de mayor significación para los préstamos entre países. O sea, se trata de los movimientos de inversiones de carácter financiero. Sin embargo, este indicador también es tenido en cuenta por los movimientos de inversiones reales, es decir, aquellos que fecundan proyectos de inversión de tipo productivo y que están directamente relacionados con el desarrollo de la economía real. En este caso, se suman otras exigencias que requieren su compensación, las que hacen aumentar ciertamente la tasa de rendimiento pretendida por el inversor, tales como: el riesgo del proyecto mismo, el del sector (porque no es lo mismo el sector petrolero que el de los servicios públicos), además de una sobretasa de rentabilidad que el inversor pretende por encima del interés natural y, finalmente, la compensación que se exige por abandonar el estado de liquidez, al inmovilizarse los fondos en las estructuras rígidas que una inversión física supone.
Si todos estos factores conforman la tasa de rendimiento que un inversor exige, la conclusión es que no existen proyectos capaces de alojarse en un Estado cuyo principal componente, el riesgo país, es desproporcionado.
¿Y cómo se arregla esto? ¿Con latigazos a la economía? Ciertamente que no, sino mejorando la conducta colectiva. Bastaría con modificaciones audaces en el comportamiento social y se hallaría rápidamente el punto de inflexión. Es decir, no se trata de un problema económico, sino cultural.
Y para concluir, regresemos a los préstamos de los Estados. También hay que hacer notar que los que proporcionan se desesperan al contemplar sus fondos ociosos y que -además- no son ciertamente ángeles de la guarda. Por eso, cuando los individuos o los gobiernos descontrolan su endeudamiento, entran en un círculo vicioso del cual es difícil salir. Y es entonces cuando surge la expresión "la deuda es impagable".
Eduardo M. CandiotiDoctor en Ciencias Económicas
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