Crónica de un voto anunciado
Es fácil, al menos para la mayoría, elegir entre lo malo y lo bueno. La opción se complica cuando el dilema se plantea entre lo malo y lo malo, o lo malo y lo peor. Ese es el sustrato del debate nacional generado por el inevitable ajuste de las cuentas públicas.
La Argentina ha hecho muy mal las cosas durante más de medio siglo. El resultado, por lo tanto, no puede sorprender. Por injusto que sea, le corresponde a ésta y a las próximas generaciones enderezar el rumbo de un país sin brújula. Se podrían decir muchas cosas del debate de anoche en el Senado. Pero el espacio periodístico es acotado.
Es cierto que la responsabilidad se impuso sobre la especulación política, pero no hay dudas de que el recinto rezumaba los jugos espesos de la vieja política. No hacía falta consumir semejante cantidad de horas teatralizando indignaciones reales o falsas y hablando directamente de bueyes perdidos. Muchos de los legisladores han sido partícipes del desborde del gasto que obligó a sesionar un domingo. Bastaba oír la ruidosa protesta de los empleados legislativos para darse cuenta del problema que la misma política había creado. Es que, como si se tratara de las capas de una cebolla, cada turno legislativo ha superpuesto parientes, amigos, clientes, entenados, punteros, ñoquis, generando una herencia indebida que pesa sobre el erario público. El Congreso tiene hoy 10.000 empleados, lo que equivale a la población de una ciudad. Es un despropósito, una afrenta al sentido común y a los principios de la sana administración. Sin embargo, lejos de avergonzarse y disculparse, esta gente anuncia un plan de lucha. Esta actitud, tan disparatada como reveladora, demuestra hasta qué punto se ha perdido la sensatez en un sector que goza de buenos salarios. Pero nada es casual; su distorsionada percepción de la realidad está fuertemente influenciada por las prácticas de un Senado que acredita el triste mérito de haberse convertido en sinónimo de escándalo político.
Entre los oradores de la extensa sesión resaltó por su énfasis opositor, Leopoldo Moreau, un hombre del partido oficialista. Como suele escribir Horacio Verbitsky, los nombres establecen extrañas relaciones con sus portadores. Es más, parecen influirlos y hasta condicionarlos. Con frecuencia son anticipatorios de conductas, profesiones y oficios. Desde su época de militante juvenil a Moreau le pusieron el mote de "Marciano". Es cuestión de creer o reventar, porque anoche el crispado senador hizo gala de su apelativo en un extenuante discurso con pocas conexiones terrestres. Inveterado promotor del empleo público artificial y partidista, Moreau dijo estar de acuerdo con el déficit cero, pero sólo en su formulación. El problema comienza cuando hay que tomar las medidas operativas. En ese punto, la carga se traslada al sector privado en una constante que reconoce viejos antecedentes y ha terminado por desvanecer la capacidad competitiva de la Argentina.
Con gesto alterado, Moreau dejó una sola cosa en claro: su aversión irrefrenable hacia Domingo Cavallo, ministro de Economía de su gobierno, al cual ya había atacado con virulencia en el recinto de la Cámara de Diputados cuando se trató el caso IBM Banco Nación. En aquella oportunidad, munido de información proporcionada por el menemismo, el actual senador embistió a fondo contra el economista que, por entonces, integraba el gabinete del ex presidente detenido en Don Torcuato. Historias cruzadas y una clara demostración de pérdida de la dimensión política por intoxicación emocional. Un caso clínico que tiende a expandirse en la Argentina de la crisis.
Gustavo J. Vittori