Incertidumbres y peligros
Por Rogelio Alaniz
El señor George Bush (h) es un texano que confunde el cargo de presidente con el de un sheriff del Lejano Oeste decidido a poner en línea a negros, indios y cuatreros. Su héroe moral no es Franklin Delano Roosevelt, sino John Wayne. No es ésta la única coincidencia con el cowboy. Como Wayne, Bush es incapaz de grandes abstracciones y, como a Wayne, le interesan más las consignas simples que la justicia. Para los dos la vida es una eterna lucha entre el bien y el mal. El bien está siempre del lado de ellos y el mal puede cambiar de designaciones pero es siempre el mismo, o sea, aquel que está en contra de Estados Unidos y de la idea que ellos se han hecho sobre el destino manifiesto de Estados Unidos.
No todo es folclore y furia. También la desgracia permite el cálculo. Una declaración de guerra al terrorismo es una exigencia reclamada por la gente, pero es también un excelente negocio para el complejo militar-industrial, el mismo que financió la campaña electoral del presidente. Se sabe que la justicia es una hermosa virtud, pero si la justicia puede ir de la mano de los buenos negocios, todo es mucho mejor.
Una ley de hierro de la política nos dice que ningún imperio puede permitir que le mojen la oreja. En realidad, ninguna nación que se precie de tal puede permitirlo, pero a los países pequeños como a los pobres a veces no les queda otra alternativa que aceptar la humillación.
Por el contrario, un imperio sabe que el sostén último de su poder es el miedo que es capaz de despertar. Estados Unidos no es la excepción y no tiene por qué serlo. El dominio moderno se ejerce a través de la publicidad, de la divulgación de un estilo de vida, pero en primera y última instancia la base material de todo dominio es la fuerza.
Los halcones norteamericanos conocen como nadie esta lección elemental del poder y actuarán en consecuencia. Si pueden, lo harán con el apoyo de todas las naciones pero si no consiguen esas adhesiones, lo harán lo mismo. Puede que les vaya bien, pero también les puede ir mal. En estos temas, el éxito nunca está garantizado, y no vaya a ser cosa que lo ocurrido el 11 de setiembre no sea el inicio de la cuarta guerra mundial sino el punto de partida de la decadencia del imperio.
No es por ser ave de mal agüero, pero juro que no termino de entender el valor de una estrategia que dice declararle la guerra a un enemigo que no tiene rostro ni se apoya en un estado concreto. Es verdad que ahora la cara de Ben Laden se ha transformado en sinónimo de terrorismo, pero convengamos que es poco serio creer que el único malo de la película es este millonario saudita, ex alumno de la CIA.
Lo que más alarma de las decisiones norteamericanas no es que declare la guerra a un enemigo poco convencional, sino que el precio de la venganza lo paguen los inocentes. Decir que se pelea contra el terrorismo es decir poco y nada. Después de todo no hacía falta el ataque al World Trade Center para que los servicios de inteligencia se dediquen a cazar terroristas en sus madrigueras. Lo nuevo en este caso es la declaración de guerra. Pero, ¿contra quién es esa declaración de guerra? ¿Contra Afganistán, contra los talibanes, contra el terrorismo musulmán? Ni Colin Powell ni Dick Cheney están en condiciones de responder a estas preguntas.
La historia nos enseña que los imperios necesitan de enemigos para sostenerse. Hoy ese enemigo se llama terrorismo islámico, del mismo modo que ayer se llamaba comunismo y antes de ayer, nazismo. Que la manifestación concreta de ese enemigo sea el régimen de los talibanes de Afganistán, hay que interpretarla más como una habilidad política de los norteamericanos que como una torpeza.
En efecto, nadie en el mundo está dispuesto a defender a esa dictadura de fanáticos y criminales cuya ideología curiosamente está a la derecha de la modernidad americana. Por lo que luchar contra el régimen de Afganistán es para Occidente una causa justa por partida doble: porque han protegido a los terroristas y porque son reaccionarios. Esto es lo que se llama proceder con corrección política y dejar contentos en una sola movida a progresistas y conservadores.
Para mi gusto hubiera deseado que esta crisis la dirija un presidente mejor dotado intelectualmente que Bush. De todas maneras, no nos llamemos a engaño: Bush es nada más -y nada menos- que la expresión de un poder en donde las personas tienen su importancia, pero pueden ser perfectamente canjeables. Si Bush renunciase o se muriese, la política norteamericana no se modificaría. Está de más aclarar que si Ben Laden se muere de cáncer o lo mata un comando de la CIA, el terrorismo musulmán tampoco va a desaparecer.
No creo que estemos en los inicios de una nueva guerra mundial, pero si así fuera creo que vamos a extrañar, y mucho, el mundo que dejamos atrás. Si como dice Huntington, estamos viviendo una era de guerra entre civilizaciones, los acontecimientos que nos esperan serán duros e impiadosos. Los teóricos de esta perspectiva aseguran que, de todas maneras, Occidente ganará la guerra, pero ellos mismos admiten que los costos a pagar serán altísimos. Bueno es saber que los terroristas también aseguran que la guerra mundial se ha iniciado y que lo ocurrido en Nueva York es apenas el punto de partida.
Como se puede apreciar, los amigos de la guerra militan en bandos contrarios, pero en lo fundamental coinciden. Sin proponérselo, la teoría de Samuel Huntington a favor de la guerra de civilizaciones justifica a Ben Laden y a los halcones yanquis. Unos desde el particularismo religioso y otros desde el universalismo imperialista creen que la desmesura es la única medida para resolver los problemas humanos. Por ese camino, la humanidad ya estuvo a punto de condenarse a la desaparición. ¿Alguien cree que ese peligro ha desaparecido? Puedo llegar a entender la reacción de Estados Unidos por la afrenta recibida. Lo que me cuesta entender es la irresponsabilidad que nace de decisiones cuyos resultados luego no pueden controlar. La historia del mundo está plagada de ejemplos de decisiones de poderosos que llevaron a sus pueblos al suicidio político o militar. Napoleón o Hitler invadiendo a Rusia, los norteamericanos bombardeando a Vietnam, los rusos pretendiendo ocupar Afganistán, la dictadura argentina ocupando las Islas Malvinas, son ejemplos de que los poderosos no son ni tan racionales ni tan poderosos como ellos mismos se creyeron en su momento.
Una cosa es explicar y entender los comportamientos de una gran potencia y otra muy distinta es plegarse a ella de manera incondicional. Ni en la vida privada ni en la vida pública el olfa es respetado. Suponer que Estados Unidos nos va a perdonar la deuda o nos va a tratar mejor porque nos transformemos en alcahuetes de ellos, es una ingenuidad o algo peor. El principio moral que en nombre de un pragmatismo degradado plantea canjear soldados por futuros e imprevisibles favores económicos es tan infantil como canalla.
No es verdad que la alternativa al alcahuete es la del enemigo. Entre ambos extremos hay espacio para diversas posiciones que una nación por más pequeña o débil que sea puede ocupar sin perjuicio de su dignidad. En ese sentido, la diplomacia argentina ha sido prudente a pesar de los exabruptos de los amigos de las relaciones carnales o de quienes suponen que ha llegado la hora de rehabilitar a las fuerzas armadas en tareas de espionaje interno.
Soy de los que no creen que en este tema la Argentina deba mantenerse neutral, entre otras cosas porque los atentados contra la embajada de Israel y la Amia nos demostraron lo contrario. Sin embargo, una reciente encuesta dice que el noventa por ciento de la población se opone a enviar tropas argentinas a pelear a Afganistán o a cualquier otro lugar. Si esto es así, yo diría que no hay mucho más que hablar, porque un gobierno no puede ni debe tomar una decisión de enviar soldados sabiendo que la mayoría de la población está en contra. Una democracia que pone en riesgo la unidad nacional para satisfacer las exigencias de otra potencia, está ignorando las reglas más elementales del quehacer político y desconociendo las lecciones de la historia contemporánea en la materia.
No está mal que el presidente De la Rúa exprese la solidaridad con Estados Unidos, pero una vez cumplido ese gesto lo que importa internamente es tomar decisiones consensuadas, prudentes y apuntando a desarrollar una estrategia común con los países vecinos y, muy en particular con Brasil, ya que hay que hacerse cargo de, una vez por todas, que solos no existimos.