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Nosotros

De Raíces y Abuelos: Un
destino con rumbo incierto

La historia del gringo Emilio Cantagalli fue escrita por su hija, Lucía. Recordó que participó en la construcción de los pilotes del Puente Colgante y que fue uno de los fundadores del Sindicato de Luz y Fuerza.


Un 16 de noviembre de 1902 nacía en Montorio Al Vomano (Téramo), región del Abruzzo, un niño al que llamaron Emilio Cantagalli, a quien Dios le marcó un camino difícil, duro, lleno de vicisitudes, pero con muy felices recompensas.

Creció en el seno de una familia de clase media acomodada, formada por Irene, su mamá, Juan, su papá, y tres hermanas. Llegó en medio de un gran dolor, pues habían perdido al único varón en la cruel Primera Guerra Mundial. Así, él creció entre muchos mimos para reemplazar -si cabe- o mitigar el sufrimiento del hijo muerto en batalla.

El padre fue fabricante de fuegos artificiales (oficio que siempre valoró) y minero. Esto, con los años, le causó ceguera total, así que la madre y sus hermanas tuvieron que llevar las riendas del hogar. Pusieron un almacén que les permitió sobrevivir.

Su educación fue esmerada. De jovencito, como tenía muy buena voz, formó parte del coro de la iglesia del pueblo y también fue monaguillo durante muchos años. Este contacto con la cristiandad hizo que fuera profundamente devoto de Jesús y respetuoso de las leyes de Dios. Su amigo más recordado de aquella época fue Luigi, con quien compartiera travesuras, picardías y secretos comunes.

Esta vida feliz concluyó cuando fue a prestar el servicio militar. Su destino fue Tobruck (Africa). La guerra ya casi había concluido pero Italia aún custodiaba las fronteras en la posición que allí tenía.

Emilio fue ayudante de cocinero, así que hambre no padeció, pero sí contrajo malaria. Lo dejaron en un camastro donde pasaban lentos los días, pero como era muy fuerte -y más aún sus deseos de vivir- con periódicas dosis de quinina logró recuperarse.

Pasión por la política


Cuando regresó a Italia se unió a un grupo llamado "Los Carbonarios", que adhería a los ideales socialistas. Allí nació su pasión por la política, los valores de la libertad, justicia y defensa de los derechos del trabajador.

Estos grupos eran perseguidos por la dictadura impuesta por Mussolini. Aquel que caía bajo las manos de sus seguidores, era sometido a la tortura de beber dos litros de aceite castor, que le provocaba una muerte muy cruel.

Su posición era difícil y a esto se sumaba la falta de trabajo, que hizo que tuviera que tomar la decisión más dura de su vida.

A los 26 años decidió desprenderse de sus montañas, su río, donde tantas veces nadara con su amigo Luigi, dejar las ricas castañas, nueces y frambuesas que allí abundaban, y las ricas pastas de la sua mamma. También sus paseos en la Piazza del Mercato y lo que era peor aún... la separación de su novia amada Annina, cambiar la seguridad de su hogar por un sueño: dejar pasar el tiempo y hacer dinero. Para ello, Argentina era nombrada con insistencia como el mejor destino (y había trabajo), para luego regresar a ese pequeño paraíso y casarse.

Pero la realidad, la vida o el destino cambiaron sus planes. Lo recibió un monstruo: Buenos Aires. Como sus paisanos, se sintió espantosamente solo en medio de tanta gente, cuya lengua no entendía. Cuando en un puesto ambulante vio que ofrecían empanadas, pensó con alegría que eran las ricas sfogliatelles, con relleno de chocolate y nueces que preparaba su madre, pero al morderlas sintió que un jugo rojo y caliente le chorreaba por las manos y que tenía un relleno de carne picada salada. Casi se muere de la impresión. Fue su primer encontronazo con el nuevo mundo y la gran diferencia de costumbres.

Destino: Santa Fe


Su destino era el Chaco, como hachero, con poco sueldo; mucho, cruel y azotador trabajo; malos tratos; pocos derechos. Pero alguien le sugirió Santa Fe, donde no sería tan explotado y sin pensarlo llegó hasta aquí, junto a otros.

Durante un tiempo estuvo trabajando en Weelright (Rosario) en el ferrocarril, como administrador o contable en dicha estación. Pero luego de un tiempo llegó a nuestra ciudad. Trajo -por supuesto- la tan famosa valijita de cartón, que durante muchos años estuvo en la casa, mudo testigo de su vida. Traía poca ropa, una postal de su pueblo, dos fotos de su familia y una foto dedicada de su novia. Ese fue todo el capital, el resto sólo deseos de poner el hombro y la juventud de sus 26 años.

Su primer trabajo fue como buceador, por supuesto, sin máscaras ni oxígeno, en la construcción de los pilotes del Puente Colgante. Este esfuerzo -sumado a su anterior enfermedad- hizo que sufriera de pleuresía (agua en una membrana que cubre los pulmones). Estuvo internado mucho tiempo pero nuevamente su deseo de vivir y el sueño a cumplir pudieron más y se sanó.

Con más suerte esta vez, encontró trabajo en la Escuela de los Padres Jesuitas de la Inmaculada Concepción, donde seguramente muchos ex-alumnos recordarán al gringo que los salvaba de las llegadas tarde o les daba una porción extra de comida o postre. Peso que ahorraba, lo enviaba a Italia para que cuando él regresara tuviera lo suficiente para comprar una casa e instalar algún negocio.

Una desilusión


Transcurrió el tiempo y llegaron los tranvías en manos de ingleses. Se abrió una nueva oportunidad para Emilio, quien consiguió un puesto de guarda. Tenía el N° 185, más salario y más ahorros. Cuando creyó que ya había girado el suficiente dinero a Italia, compró su boleto de regreso y empacó de nuevo sus pocas pertenencias.

Un sueño estaba a punto de cumplirse: su novia aún lo esperaba con ansias. A pesar del tiempo transcurrido jamás dejó de escribirle. Pero una semana antes de tomar el barco, una carta urgente de su madre habría de darle un mazazo a sus sueños. Esa carta le marcó un antes y un después. Había gastado todo el dinero enviado en necesidades impostergables y urgentes en una de sus hermanas que viajaba a Norteamérica, junto al padre ya ciego. Pedía que supiera comprenderla y que lo sentía muchísimo.

El dolor, la rabia, la impotencia y su frustración al narrar estos hechos eran impresionantes. Rompió el boleto y guardó su pasaporte junto a sus sueños y sin responder a las sucesivas cartas de su novia (que nuca supo el porqué del barco que llegó sin él) empezó su lento andar para reconstruir su vida. Sus amigos los paisanos fueron su gran apoyo y consuelo.

Nueva vida


Nuevamente con esfuerzo y trabajó empezó a ahorrar para sí, pero ya para instalarse definitivamente en la Argentina, país que a partir de allí adoptó, amó y le dio todo.

Compró un terreno en barrio Barranquitas, al lado de la pensión, a muy bajo precio, lugar que en ese entonces era zona de quintas. Poco a poco empezó a levantar su propia casa.

Un día, un paisano lo invitó a la casa de otro amigo: un italiano de Toscana apellidado Bórtoli. Allí encuentra que este hombre tenía 5 bellísimas hijas, pero había una que inmediatamente lo hechizó. Su nombre era Clorinda y tenía 20 años. Su tez era muy blanca, de grandes ojos oscuros y con una figura espectacular. Ella también salía de un noviazgo frustrado.

Las visitas se hicieron más asiduas. Emilio estaba un poco atemorizado pero finalmente se decidió: le propuso noviazgo y pronto casamiento y Clorinda aceptó. Nueve meses más tarde se casaron, con fiesta, orquesta, mucho vino y baile, como era la costumbre. No hubo viaje de bodas pero sí una casita terminada.

Atrás quedaba su pasado doloroso, ahora profundamente enamorado de esta bella y buena compañera, junto a quien inició un nuevo camino. Realmente Emilio fue feliz cuando nació su primer hijo: Roberto Juan. Con este hijo llegaría la reconciliación con su madre y el perdón. Las cartas cruzarían el océano nuevamente hasta el fallecimiento de la mujer. Luego nacería Lucía Irene y otra de sus grandes alegrías fueron los nietos: Viviana y Pablo Cantagalli.

Clorinda falleció a los 55 años y Emilio jamás quiso formar una pareja nuevamente. Sobrevivió la muerte de su mujer sólo 11 años y falleció a los 78. No pudo disfrutar de los hijos de su hija Lucía, Maximiliano y Leandro Beltrame.

Abruzzo


La región del Abruzzo está limitada por el Adriático y la cadena de los Apeninos, entre los ríos Tronto y el Fortore. Es la región más elevada de la península itálica. Tres cadenas bastante distantes unas de otras forman "Il altiplano abruzzese", dividido por la cadena central Aquilana al este y la cuenca de Avezzano o del Fucino al oeste.

El Gran Sasso es la máxima elevación del Apenino, con 2.914 metros. Desde su altura se domina toda Italia central y recuerda a los Alpes por la aspereza de sus laderas, por lo imponente de su cima y nieves perennes. A sus pies está Montorio Al Vomano.