Las elecciones en Francia
Los resultados electorales en Francia y muy en particular la participación del fascista Jean Marie Le Pen en el ballottage previsto para el 5 de mayo, ponen en evidencia ciertos peligrosos desequilibrios que se plantean en algunas de las democracias occidentales contemporáneas. Asimismo, dejan al descubierto los problemas culturales y políticos de un electorado que, a través de su pasividad o indiferencia habilita por la vía de la abstención, el crecimiento de alternativas repugnantes que en su momento estuvieron a punto de destruir a la humanidad.
Un conocido analista preguntaba sobre lo que hubiera pasado en Francia si, en lugar de haber sido Jacques Chirac el ganador de los comicios, hubiera sido algunos de los candidatos troskistas; una posibilidad que, atendiendo los niveles de abstención y los deseos del electorado de castigar a los políticos tradicionales, podría haberse cumplido. Entonces, una de las principales democracias del mundo moderno, se hubiera visto obligada a elegir entre dos candidatos que incluyen en sus plataformas programáticas la destrucción de la democracia.
Los primeros afligidos por el crecimiento de los fascistas en el país de Voltaire, Víctor Hugo, Emile Zola y Jean Paúl Sartre, fueron los mismos ciudadanos que el pasado domingo decidieron no votar por considerar que ninguno de los candidatos ofrecía alternativas interesantes. Pues bien, lo que lograron a través de su decisión fue liquidar la carrera política de Lionel Jospin y colocar -por la vía de la abstención- en primer plano a un candidato que celebra el Holocausto, promete expulsar a los extranjeros, considera a los negros una raza inferior y reivindica el rol del ejército francés en Indochina y Argelia.
Es probable y deseable que los franceses aprendan la lección y en la segunda vuelta sepulten a votos a los seguidores de Hitler y Mussolini. Pero más allá del resultado del 5 de mayo, lo importante es que -de aquí en más- los votantes de las confortables sociedades occidentales deberán hacerse cargo de que en política no sólo hay que saber trabajar para el futuro, sino también defender el presente.
Después de haber atravesado por los horrores de dos guerras mundiales, los franceses deberían saber muy bien que la calidad de vida que hoy disfrutan debe y merece ser defendida. No hacerlo o suponer que la existencia "aburrida" o "monótona" de las democracias modernas autoriza el retorno a la vida privada o la indiferencia pública, es la actitud que esperan los enemigos de la democracia para asaltar el poder en nombre de supuestas causas heroicas o invocando los privilegios de la raza, la tierra o la sangre.
Es verdad que un rasgo distintivo de las democracias de las sociedades posindustriales es el achicamiento de los espacios para la política participativa, el retorno de las sociedades al mundo privado y el desprestigio de una dirigencia política refugiada en sus privilegios. Pero este dato de la realidad debe matizarse con los beneficios y logros de las actuales sociedades de bienestar, ya que si no se incorpora esta variante de análisis se corre el riesgo de facilitar -por la vía de críticas aparentemente correctas y justas- las maniobras de quienes intentan construir un orden totalitario.
La lección de lo sucedido en Francia se hace extensiva en algunos de sus aspectos a la Argentina. Si bien el nivel de desarrollo y la calidad de vida de nuestro país no se puede comparar al de las sociedades industrializadas del Primer Mundo, ciertas problemáticas se parecen, sobre todo aquéllas relacionadas con el funcionamiento de la democracia representativa, la crisis de las tradicionales dirigencias políticas y el creciente malestar de los sectores medios con el actual orden.
En todos los casos, de lo que se trata es de revalorizar los ideales de la democracia o, para ser más preciso, de hacer efectivas en las nuevas condiciones del siglo XXI, las promesas incumplidas de la modernidad y -muy en particular- aquéllas relacionadas con los valores de la autonomía individual, la igualdad política y la fraternidad social.