El pueblo quiere saber de qué se trata
Cuando, a viva voz, el 22 de mayo de 1810 se escuchaba en la Plaza de la Victoria de la entonces capital del Virreinato del Río de la Plata "el pueblo quiere saber de qué se trata", la sociedad era diferente y los derechos y libertades alcanzaban a un estrecho círculo de individuos.
"Por un lado, el pueblo de esa época era muy diferente; ese pueblo que se reunió en la plaza estaba conformado por los vecinos de la tradición colonial, mientras que el concepto actual de pueblo es otro, porque en aquel momento no existía igualdad ante la ley", destacó la historiadora Noemí Goldman.
"La noción de pueblo -continuó- que se manejaba tenía que ver con esta noción que limitaba la representación al espacio urbano y reservaba los derechos al hombre blanco, propietario y con familia y residencia en la ciudad".
De las 40 mil personas que habitaban Buenos Aires hacia fines del período virreinal, una minoría fue la que estuvo presente en la Plaza de la Victoria -algunos autores hablan de unas 400 personas aproximadamente-, mientras que al Cabildo Abierto del 22 asistieron 251 vecinos.
"Al cabildo no podía ir cualquiera, por eso aquellos que fueron al Cabildo Abierto eran los llamados vecinos, y por invitación: comerciantes, funcionarios, clérigos. Lo nuevo era que en la plaza estaba presente la milicia, una milicia que durante las invasiones inglesas se constituyó en forma voluntaria y dio un espacio a sectores que no formaba parte de los vecinos tradicionales", dijo Goldman.
Esas milicias urbanas se habían ampliado, incorporando artesanos y a la plebe de la ciudad, "pero estos últimos no tienen los mismos derechos: recién en 1821 se hace efectiva para Buenos Aires la ley electoral, por la cual se da derecho a voto -no a ser representante- a todo hombre libre, mayor de 21 años, pero siguen excluidas las mujeres y los esclavos", señaló la experta.
"Este es el pueblo que quiere saber de qué se trata", precisó, tras dejar en claro de qué se está hablando cuando se menciona la participación del pueblo en las jornadas de mayo de 1810. Jornadas en las que comenzaba a gestarse la retirada de las autoridades imperiales del Virreinato del Río de la Plata mientras se creaban condiciones sin precedentes: no habrá retorno para aquel debilitado poder colonial español después de tres siglos de dominación.
Nunca voy a poder olvidar esa mirada. No era una mirada de reproche, ni de lástima, pero tenía una mezcla de ambas.
Habrá tenido unos 5 años. Estaba sentado sobre los hombros de su abuela con su perita sobre la cabeza de la anciana y las manos entrelazadas en el cuello, haciendo palanca como para no caerse. Tenía pelo renegrido, el pequeño rostro moreno y los ojos estirados y profundamente oscuros. Al igual que su abuela tenía rasgos indios, tobas quizás, y soportaba casi sin inmutarse el intenso sol que caía sin piedad en la siesta santafesina.
Era un día de semana, común y corriente, en el semáforo de Marcial Candioti y Alem. Su abuela se mantenía con la mano estirada, con un gesto casi inexpresivo, diría resignada.
Yo estaba dentro del auto con los cristales levantados y el aire acondicionado encendido. Me sentí avergonzado. Tuve el instinto de sacar una moneda, busqué y no encontré. Me encogí de hombros como diciendo no tengo, y cuando levanté la cabeza el chiquito sostenía esa mirada que tanto me inquietaba. Nos quedamos mirándonos. No sé qué tiempo pasó. Sentí que me preguntaba por qué. No se refería a la moneda, su pregunta era mucho más profunda. Yo le contesté que no sabía. Sentí que me pedía auxilio y le respondí que no podía. Me siguió mirando, como diciendo que ya sabía, que todos les responden lo mismo. Me pareció una mirada interminable, eterna. De golpe esa misteriosa comunicación se interrumpió. Sentí un fuerte bocinazo. Miré por el espejo y vi que un remisero me insultaba, me indicaba que el semáforo estaba en verde y me gritaba desaforado que deje de "boludear". El chiquito me seguía mirando sin importarle el remisero. Yo lo volví a mirar, miré de reojo al remisero, puse primera y arranqué...
Adrián Aranda