Por Ana Silvia Galán y Graciela Gliemmo
En septiembre, Alfonsina viaja por última vez a Uruguay. Se aloja en La Casita, la quinta de María Sofía Kusrow, donde hay un gran ombú bajo el cual suele sentarse a escribir. Pero esta vez sólo quiere descansar. Quizás espantar una idea que la obsesiona. "Es posible que si se reproduce mi mal, yo venga a esta finca para elegir la costa en que he de embarcarme", ha comentado. Y ya de regreso en Buenos Aires se entera de una noticia que la conmueve de manera profunda: Eglé, la hija de Horacio Quiroga, también se ha suicidado.
Alfonsina ha gestionado sin éxito la subdirección del Conservatorio Nacional. Esta frustración ahonda el sentimiento que la invade: aunque muchos le demuestran su admiración, su cariño, y sus libros se agotan apenas aparecen, está decepcionada de la vida. A los estragos físicos de la enfermedad, se suma un hondo escepticismo, un estado de agotamiento espiritual, ya que ha remado muchos años contra la corriente, viviendo en una sociedad a la que no ha terminado de adaptarse.
"El pesimismo de Alfonsina fue una consecuencia de su desencanto con el mundo. Las desilusiones fueron matando su fe en la vida, hasta hallar -como muchos pensadores- que era un mal", asegura Olimpia. Les ruega a sus familiares que no intenten verla y en un conversación telefónica les expresa que la presencia de ellos les hace daño. Hildo, su hermano menor, viaja en septiembre a Buenos Aires y al regresar a Rosario les cuenta: "Me despedí de Alfonsina... Mientras me apretaba las manos, me miró largamente. Parecía que hubiese tenido miedo de quedarse sola. Cuando salí tuve la impresión de que era aquella nuestra última despedida".
Uno de esos días, por puro azar, se encuentran Alfonsina y Ugarte en el bar Boston de la calle Florida. También está presente Tulio Certero, Ministro de la República Dominicana en Buenos Aires, a quien la poeta se atreve a pedir: "�Por qué no me invita a ir a dar conferencias o lecturas a su país? Haga cualquier cosa... Sáqueme de aquí...". Otro día, mientras cenan, le confiesa al amigo: "No creo en el amor, no creo en la literatura, no creo en nada; sólo creo en la poesía que está detrás de la muerte...". También asegura: "El día en que me sienta cansada de vivir me pondré una lata vacía en el lugar en que antes tenía un seno y me tiraré un tiro, apuntando bien".
Alfonsina aspira nuevamente al premio municipal de poesía, que le será otorgado un año después a otro poeta. El sábado 15 de octubre de 1938, durante la mañana, visita a Juan José de Urquiza en su despacho de la Comisión Nacional de Cultura. No dispone de mucho tiempo para inscribir Mascarilla y trébol en el Concurso de Poesía de ese año, ya que debe acercarse hasta Constitución para sacar un pasaje a Mar del Plata. Mientras le dedica apresurada un ejemplar, le pregunta a Urquiza: "�Y si uno se muere, a quién le pagan el premio?".
El domingo 16 de octubre, el diario La Nación publica su "Romancillo cantable", que a los pocos días muchos releerán para encontrar en él un mensaje cifrado de Alfonsina, el preanuncio de la decisión que tal vez ya había tomado y que estaba a punto de concretar: "Para fin de septiembre, / cuando me vaya, / urraquita, el que quiero / vendrá a tu cátedra".
Ese mismo día se encuentra por azar con Margarita Abella Caprile en uno de los recreos que están sobre el río Sarmiento, en Tigre. Almuerza sola y al terminar se acerca hasta la mesa de la otra poeta, que le transmite la buena impresión que le han producido los versos publicados en la sección "Artes y letras". Tras el elogio, Alfonsina le responde: "Tal vez sea mi última poesía".
Después le confiesa que padece "una neurastenia tan espantosa" que hasta ha pensado en la posibilidad de quitarse la vida. Para atemperar el dramatismo de semejante afirmación, deja soltar la risa. Luego viene la excusa: ha trabajado mucho, demasiado, tal vez le convenga pasar unos días cerca del mar.
El martes 18 de octubre, Alejandro la acompaña hasta la estación Constitución, de donde parte el tren que la conduce hasta Mar del Plata. Le ha dejado un poder para que pueda retirar los sueldos de sus cátedras e incluso el dinero por la última colaboración de La Nación, que contra la voluntad de Alfonsina, él no cobrará. También se acerca hasta la estación Luisa Oriolo de Pizzigatti, la dueña del hotel en el que suele alojarse cuando permanece en esa ciudad. El lugar es agradable y está muy cerca de la playa, en la calle 3 de Febrero 2861.
Durante esos días Alfonsina sale a pasear por el parque San Martín y también recorre La Perla. Recibe cartas de Alejandro e incluso le contesta: "Sueñito mío, corazón mío, sombra de mi alma, he recuperado el sueño, ya es algo. Dormí en el tren toda la noche. Te escrito ésta recostada en mi sillón, la mano sin apoyo. El apetito mejor, pero sigo con una gran debilidad. Lo mental es lo que está todavía debilísimo. íAy mis depresiones! Y qué temores me dan. Pero hay que confiar; si el cuerpo se levanta puede que lo demás también. Te abraza largo y apretado. Alfonsina".
Es muy poco lo que puede seguir disfrutando: ese fin de semana los dolores aumentan y se le adormece un brazo, por lo que deben solicitar la presencia del doctor Serebrinsky, quien la ha atendido antes y le receta unos calmantes muy efectivos. El médico relata que Alfonsina demuestra curiosidad por saber cuánta cantidad tendría que ingerir una persona para morir. Él comprende enseguida la verdadera intención de la pregunta, por lo que le contesta que no debe pensar en esas cosas: una intoxicación con este tipo de medicamentos puede resolverse con un lavaje de estómago si la dosis es baja, pero también puede provocar un final lento y muy penoso.
El lunes 24 de octubre sale por la mañana con la intención de comprar un revólver, pero la ley vigente le impide proveerse de un arma. Despacha un sobre para La Nación, en el que envía su soneto "Voy a dormir". De regreso en el hotel y ya cansada, dicta las frases cariñosas de una carta para su hijo: "Querido Alejandro: Te hago escribir con mi mucama; pues anoche he tenido una pequeña crisis y estoy un poco fatigada, solamente para decirte que te adoro, que a cada momento pienso en ti, nada más por ahora para no cansarme e insisto en decirte que te adoro, sueña conmigo, lo necesito. Besitos largos, Alfonsina".
Y escribe otra para Manuel Gálvez, en la que le dice: "Estoy muy mal. Por favor... mi hijo... Tiene un puesto municipal, yo otro, ruéguele al intendente en mi nombre que lo ascienda, acumulándole mi sueldo. Gracias. Adiós. No me olviden. No puedo escribir más. Alfonsina". Pero el orgullo de Alejandro frenará el trámite, ya que rechaza esa actitud protectora.
Alfonsina se acuesta muy tarde: la luz de su cuarto se apaga pasadas las once de la noche. De madrugada, mientras la casa está en silencio, se levanta y camina hasta la escollera que está frente al Club Argentino de Mujeres. Cuando Alejandro llama por la mañana muy temprano, impulsado por un certero presentimiento, al ver la puerta cerrada del cuarto la mucama lo tranquilizará: su madre está durmiendo.
Ha tenido la precaución de dejar una brevísima nota en su habitación, escrita con tinta roja, donde anuncia: "Me arrojo al mar". Imposible saber cuánto tiempo se detuvo a mirar el movimiento del agua, cuál fue su último pensamiento. La escena que se impone en el imaginario popular es la de la poeta con la falda y la cabellera al viento, internándose de a poco en el mar, sin esquivar esta vez el golpe de las olas. Sin embargo, sobre una roca queda abandonado uno de sus zapatos, la marca del lugar desde el cual salta o deja deslizar su cuerpo en un último impulso.
Al día siguiente aparece publicado en La Nación "Voy a dormir", el último poema de Alfonsina. Es una despedida a su altura, sin aclaraciones ni estridencias, tan digna y austera como fue toda su vida:
Dientes de flores, cofia de rocío,
manos de hierbas, tú, nodriza fina,
tenme prestas las sábanas terrosas
y el edredón de musgos escardados.
Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame.
Ponme una lámpara a la cabecera;
una constelación; la que te guste;
todas son buenas; bájala un poquito.
Déjame sola: oyes romper los brotes...
te acuna un pie celeste desde arriba
y un pájaro te traza unos compases
para que olvides... Gracias... Ah, un encargo:
si él llama nuevamente por teléfono
le dices que no insista, que he salido...
(De "La otra Alfonsina", op. cit.).
Ana Silvia Galán y Graciela Gliemmo han intentado mostrar "La otra Alfonsina" en la biografía que acaba de publicar Aguilar. Un retrato distinto al habitual, que la muestra neurasténica, masculina, fea, suicida precoz. Aquí aparece en cambio una mujer apasionada y de deslumbrante inteligencia, interesada en los temas más variados, profundamente comprometida con el incipiente movimiento feminista y dispuesta a enfrentar a la sociedad y al canon literario de su tiempo.
Escriben las autoras: "De algún modo, la frase que repitió ya próxima al final, `soy una incomprendida', adquiere mayor resonancia cuando se analizan las zonas menos frecuentadas de su producción. Llamativamente, su pensamiento y sus críticas se resignifican hoy en medio de las tensiones políticas y sociales por las que atraviesa no sólo nuestro país sino el mundo entero. Defensora a ultranza de los ideales que conducen a vivir en una sociedad más justa, digna y libre, lejos de pactar con la resignación ante una realidad que parece inmodificable, su palabra potencia su sentido en un nuevo contexto histórico. Tanto, que se convierte en nuestra contemporánea. Los textos en los que analiza los males de su tiempo confirman la sospecha de que ciertas características de nuestra historia perduran, a pesar de las décadas y los acontecimientos transcurridos, y que sus observaciones y críticas sobre aspectos del comportamiento argentino, que ella se encargó de desnudar y tratar de entender sin caer en esencialismos, hablan de nuestra idiosincrasia".
Y también: "Alfonsina fue una gran luchadora. Hizo cuanto pudo por derribar las vallas rígidas que la sociedad levantaba en defensa de las costumbres y de una moral con la que no acordaba, superó los cánones literarios y dejó páginas cuyo valor aún no ha sido apreciado. No es exagerado afirmar que se constituye en la primera escritora popular y en una de las pocas mujeres del siglo XX a la que la sociedad argentina debió abrirle paso primero con desconfiada sorpresa y luego con merecido respeto".