Opinión: OPIN-02 James Carter y la justicia de un reconocimiento
Por Rogelio Alaniz


En Estados Unidos se dice que James Carter es el mejor ex presidente de la historia. La reciente obtención del Premio Nobel viene a confirmar punto por punto esta hipótesis, con lo que se confirma que el humor de los yanquis no será muy elaborado, pero es de un realismo demoledor.

Mientras Gerald Ford se duerme en el anonimato, Ronald Reagan vegeta en la imbecilidad y Bill Clinton embolsa millones dando conferencias, James Carter se dedica a defender las causas progresistas del mundo, y si ayer visitó a Cuba para abogar a favor de los derechos humanos y el levantamiento del bloqueo, antes de ayer estuvo en Paraguay para garantizar la pureza del sufragio y mañana es probable que se haga presente en algún país africano para defender su soberanía o el medio ambiente.

Su conducta perfila una imagen de Estados Unidos que hoy está en las antípodas de la sostenida por George W. Bush a través de sus bravuconadas de halcón. No es casualidad que al día siguiente de obtenido el Premio Nobel, Carter declarara a los medios de comunicación que "de ninguna manera podemos obviar el deber de actuar a través de la ONU para obligar a Irak a cumplir con las resoluciones".

A nadie se le escapa que la distinción a Carter es también una crítica evidente a los arrebatos belicistas del actual gobierno norteamericano. Para los principales dirigentes europeos la política emprendida por Bush es peligrosa por los precedentes que sienta y las consecuencias que puede provocar hacia el futuro. Los desconfiados diplomáticos de Occidente pueden llegar a admitir a regañadientes el liderazgo de EE.UU., pero por experiencia saben mejor que nadie que, para el bien de todos, a las grandes potencias hay que ponerles límites, pues el orden internacional es por definición un delicado equilibrio entre naciones que liberadas a su instinto tienden a expresarse a través del lenguaje de la fuerza.

Los simpatizantes de Carter dicen que la próxima tarea histórica será reivindicar su presidencia, eclipsada por la ofensiva neoconservadora liderada por Reagan. Como se recordará, Reagan derrotó a Carter en las elecciones de 1980. Las causas de su victoria deben interpretarse en el contexto de las modificaciones del capitalismo en el orden mundial, pero también a una serie de factores que coincidieron en un momento dado para producir un desenlace favorable a los republicanos.

El paso de los años ha permitido apreciar con otro tono la gestión de Carter desde la Casa Blanca. Los acuerdos de Camp David, el tratado sobre el canal de Panamá, el retiro de apoyo al dictador Somoza, las severas críticas a la dictadura militar argentina por la violación de los derechos humanos, la normalización de las relaciones diplomáticas con China comunista y los tratados de Salt II con la URSS dan cuenta de una política exterior coherente con el ideario de los demócratas.

Sin embargo, casi al final de su mandato una mala coyuntura económica interna articulada con la invasión rusa a Afganistán, la revolución iraní y el célebre tema de los rehenes norteamericanos, creó las condiciones para que los republicanos lo presentaran como un presidente débil, sin personalidad y complaciente con los enemigos de Estados Unidos.

El caso de los rehenes fue en ese sentido paradigmático. En noviembre de 1979 los integristas de Irán tomaron prisioneros a sesenta y tres ciudadanos norteamericanos. En Estados Unidos se agitó el orgullo nacional y se le reprochó a Carter incapacidad para hacerse respetar. Para colmo de males en abril de 1980 fracasó un operativo comando orientado a rescatar a los prisioneros. Muchos críticos dicen que este operativo que le costó el cargo al influyente ministro Cyrus Vance, fue el mejor agente de propaganda a favor de la candidatura de Reagan. Curiosamente cuando Reagan asumió el poder los iraníes le otorgaron la libertad a los rehenes.

Alejado de la Casa Blanca, muchos pensaron que Carter se perdería en el anonimato. Los más optimistas suponían que se volvería a New Jersey para dedicarse a administrar sus plantaciones de maní y a predicar en la iglesia Plains. Se equivocaron en toda la línea y este Premio Nobel de alguna manera ratifica que para Carter la Casa Blanca no es la exclusiva referencia del poder. La fundación del Centro Presidente Carter con sede en Atlanta, probó que el hombre no estaba estaba dispuesto a guardarse en cuarteles de invierno.

Veinte años antes los necios se habían burlado de él cuando sin otro antecedente que el de haber sido gobernador de Georgia, declaró que quería ser presidente de los Estados Unidos. También entonces les demostró su talento y su capacidad para entender lo que quería el norteamericano medio después del desastre de Vietnam y el escándalo de Nixon.

James Earl Carter nació el 1° de octubre de 1924 en la pequeña localidad georgiana de Plain. Como en Estados Unidos los títulos universitarios no se usan como si fueran honores nobiliarios, pocos saben que el "manisero" fue un distinguido ingeniero experto en tecnología de reactores y física nuclear. Asimismo son pocos los que saben que en 1953 abandonó su cargo de oficial ingeniero del segundo submarino nuclear de Estados Unidos porque la muerte de su padre lo obligó a hacerse cargo de los negocios familiares.

En 1960 empezó a incursionar en la política. Primero fue senador por Georgia y luego intentó hacerse elegir gobernador. Para Carter los desafíos nunca fueron fáciles. Su primer intento para gobernador fracasó porque fue derrotado en 1966 por el conservador Laster Maddox, pero en 1970 volvió a la carga y esta vez sí los números electorales les fueron favorable.

"El tiempo de la discriminación racial ha terminado" fue lo que dijo en su primer discurso como gobernador de Georgia. Quienes lo conocen a fondo saben que ya entonces demostró su extraordinaria capacidad de trabajo, su empecinamiento en defender lo que cree justo y su esfuerzo intelectual para relacionar la política con la moral religiosa. El retrato de Martín Luther King siempre estuvo presente en su escritorio de gobernador, y la madre del dirigente negro fue una de las principales propagandistas de su candidatura a presidente.

Carter se casó en 1946 con Rosalynn Smith, la misma que hoy lo acompaña en casi todas sus misiones. De ese matrimonio nacieron cuatro hijos, dos de los cuales le dieron más de un dolor de cabeza ya que sus travesuras con la droga y las mujeres fueron muy bien aprovechadas por los republicanos. También lo criticaron por sus aficiones literarias. En un país en donde los presidentes parecen que compiten para demostrar quién es más vulgar, las simpatías de Carter por los poemas de Dylan Thomas eran tomadas como una fanfarronada insoportable,

A pesar de todo, su victoria electoral de 1976 demostró que en Estados Unidos aún era posible que un político del sur pudiera llegar al poder invocando los sencillos pero trascendentes valores de la moral protestante. Entonces su victoria también fue una luz roja para las dictaduras militares de América latina y para el totalitarismo ruso.

Las declaraciones de principios a favor de los derechos humanos y el compromiso de bregar por ellos fue el punto de partida de la derrota comunista. En el caso argentino, la política de Carter puso contra las cuerdas a la dictadura militar. Por esas extrañas paradojas de la historia, el régimen que en la Argentina había llegado al poder invocando razones anticomunistas era ahora criticado por Estados Unidos, mientras mantenía excelentes relaciones comerciales con la Unión Soviética.

El papel de Patricia Derian a favor de los derechos humanos en la Argentina aún no ha sido reconocido en su total dimensión, como tampoco hay una valoración precisa acerca del rol ejercido por la comisión de derechos humanos de la OEA en el deterioro ético y político de la dictadura militar. En todos estos casos la figura de Carter fue y es insoslayable.