Opinión: OPIN-03 Un no lugar
Por Carlos Catania


Ridícula imagen ofrece el sarcástico de mente en blanco cuando ríe de un tema del cual ignora su lenguaje y fundamentos. Engendro muy argentino, por lo demás. En dilatados tramos de la Historia hallamos esa suerte de "contraofensiva" que provocan las ideas mediante las cuales se ilumina una verdad hasta entonces en sombras. El ánimo codificado, sin aliento, bobamente petulante, de espíritus encajonados, constituye una patología delictiva impune. La tiranía del Error ha enviado a la hoguera a víctimas de la Verdad, o en el mejor de los casos los ha obligado a desdecirse públicamente, convertidas en objeto de burlas y morisquetas. Recordamos en este momento a Semmelweis, el médico húngaro que descubrió que la fiebre puerperal, causa de tantas muertes, se debía a la falta de higiene de las manos de los médicos que atendían a las parturientas. Si algo tan simple como importante fue en su tiempo materia de escarnio, ¿qué podríamos decir de los intentos humanistas más contundentes, "amenazadores" de teorías, creencias y costumbres atornilladas desde hace siglos en el cerebro? Pero continuemos con la ciencia.

Todo el mundo sabe que Galileo Galilei, el astrónomo y físico italiano que hacia 1632 defendió el heliocentrismo de Copérnico, fue procesado y condenado a abjurar de sus "ideas erróneas". Albert Camus ironiza al respecto: nunca vio morir a nadie por el argumento ontológico. Galileo defendía una verdad científica: la abjuró cuando puso en peligro su vida. Aquella verdad no valía la hoguera.

Si los descubrimientos científicos, en los que ni siquiera se había pensado, inducen a sospecha e incluso a un rechazo irracional, ¿qué pensar de las reacciones ante las incógnitas reveladas aquí y allá en el campo de la Etica, merecedoras de mayor atención y de un primer lugar en los tiempos nefastos de este presente que nos ha tocado en suerte? Como en su marco referencial no puede argüir que dos más dos son cuatro, el sofisma de prácticas sostenido de las mechas, le sale al paso: mantengamos la "máquina" en condiciones, sin importarnos a quién atropella o hacia dónde vamos. El apestado se pregunta ¿existirá algún día el eu-topos (un "buen lugar") del que se hablaba en los albores del Nuevo Mundo, donde nadie muestre interés por el oro, la plata, las piedras preciosas, porque la amabilidad y dignidad humana serán los parámetros de todo? (Un médico por favor: este tipo está loco). Y en materia religiosa, ¿la extrema pobreza de Francisco logrará desbaratar la ostentación de una fe materializada? Delirios, utopías... Todo aquello que aspira rehacer al hombre y a la sociedad se ha vuelto utópico, desechable, pasión inútil. Se percibe un matiz de fúnebre comicidad en este paralogismo. Los "realismos" ejercen el dominio de la creciente imbecilidad. Homicidas de la Razón, el tedio y la pereza son los padres agónicos de esta especie ridícula a la que pertenecemos.

Como se sabe, hacia 1516, Tomás Moro escribió Utopía, palabra compuesta por las griegas u (no) y topos (lugar), vale decir, un no lugar o lugar no existente, calembour no exento de ironía (trágica), hoy en boca de todo el mundo. Por desaprobar el divorcio de Enrique VIII y Catalina, a fin de facilitar la unión del soberano con Ana Bolena, el monarca, de quien fuera gran colaborador y amigo, lo condenó a cadena perpetua y en 1535 ordenó su muerte. Mártir de la fe católica, Moro fue ahorcado, decapitado, y su cabeza se exhibió en el puente de la Torre de Londres. En 1935, Pío XI lo santificó. En la famosa carta que en Utopía dirige Tomás Moro a Pedro Egidio, declara no estar decidido aún a editar el libro, en razón de las torpes inteligencias, los ingratos ánimos, la absurdidad de ciertos juicios, provenientes de vivir en la cotidiana tontería, adocenados en un milímetro cuadrado de materia gris. "Los hay tan tontos que huyen de todas las gracias como el perro rabioso escapa del agua; otros son tan alocados que afirman una cosa de pie y otra sentados (...) no poseen ningún pelo de hombre honrado donde se les pueda coger".

Cuando abundan problemas cuya inmediatez y urgencia requieren operatividad en lugar de tentadoras abstracciones, podría creerse que estamos embarcándonos en la apología de lo utópico. Si así fuera, dicha intención, ajena a nuestros propósitos, se sumaría a otra ficción ideal. Entendemos, no obstante, que una buena porción de metas consideradas inalcanzables para la especie humana, fueron sin embargo realizadas, y que a menudo se necesitaron siglos (cuando no ríos de sangre) para destronar una creencia arraigada en el reino del Error. Para la ciencia es sencillo: con el tiempo se impone la demostración. Pero la palabra encaminada a exaltar ciertos criterios beneficiosos en relación a la real calidad de vida (algo ajeno al mito de los productos de consumo) de los seres que habitamos el planeta, carece de una metodología aplicable, razón por la cual parece ocupar el primer lugar en materia de utopía. Encadenado, resignado, acostumbrado a lo peor, el ser humano dice vivir en crisis, palabrita tan gastada que ha perdido su connotación. Krísis proviene del griego, que significa decisión; deriva a su vez de krino: yo decido, separo, juzgo.

Abundan en nuestro tiempo los inquisidores: retardan, matan, inventan pasatiempos mortales, fragantes gases venenosos; el idiotismo hermana curiosamente con el miedo; la opinión falaz con equívocos de mala fe. Tomás Abraham, en el prólogo a la Genealogía del racismo, de Michel Foucault, señala que (íaún hoy!) hay mentes singulares que perciben a la historia del pensamiento como un recorrido virósico; identifican a la historia de los discursos como una crónica de transmisiones bacilares. Por eso creen que el nazismo estaba contenido en Nietzsche, que Marx hizo posible a Stalin, o que la bomba atómica estaba en germen en las ideas de Einstein. Procedimientos inquisitoriales tan pueriles como peligrosos.

En el fondo, la repetición y el parloteo dan a luz este tipo de "utopías" al revés. Y si bien es cierto que en el caso de Heidegger y Pío XII existen probados documentos innombrables, existe una apreciable cantidad de "consensos históricos" traídos de los pelos, utilizados para "probar" lo improbable. De esto hablaremos en otra oportunidad.

La verdad es que las utopías netamente humanísticas, signadas a veces por aspiraciones morales, semejan una lejana luz parpadeante, inalcanzable; una suerte de estrella contra el telón de fondo fúnebre del planeta y su gente. Inasible, ¿para qué dirigir nuestros pasos hacia ella? Pregunta típica del pragmático, que escoge la oscuridad y el debate de sombras, con el objeto y esperanza de encender alguna chispa que lo acomode y le permita sacar partido de una ceguera tan particular.