No es por contemporizar, pero a lo mejor tienen razón todos. Los primeros, si se refieren a jamón curado, especialmente a los jamones españoles, los insuperables "ibéricos" o "serranos", que no admiten realmente más manipulación que la que pueda darles, con un cuchillo de hoja larga, fina y afilada, un hábil cortador.
Y los segundos, si entendemos esa cocina referida a la pata de cerdo sin curar, fresca; es una carne más, que admite muchas recetas y que da muy buen juego en la cocina. Jamones, o patas de puerco, "precocidos" son, por ejemplo, los ilustrísimos de York o de Praga.
El jamón curado, con el ibérico a la cabeza, no admite demasiadas frivolidades culinarias. Para mí, va bien alegrando platos de verduras como guisantes, alcachofas, habas tiernas... Pero ha de cortarse en virutas finas y no debe añadirse a las verduras hasta el instante de sacar éstas del fuego, para que, al contacto con ese calor, la grasa del jamón se funda -"llore"- y el propio jamón tome temperatura. Ni un punto más allá.
Freír un jamón de éstos es una barbaridad, por mucha tradición que se alegue. La alta temperatura del aceite, o de la manteca, hará evaporarse el agua que conserva el jamón, con lo que se concentrará la sal, con el resultado imaginable: una suela saladísima.
Con los jamones cocidos, como el de York o el de Praga, se hacen platos importantes, como el jamón de Praga al Oporto. El escritor gallego Alvaro Cunqueiro habla del jamón cocido al estilo de los obispos-artilleros de Verdún, un jamón hecho en vino en el que se han cocido antes higos, otras frutas, nueces, morcillas, canela... No da detalles, pero ya lleva uno tiempo intentando conseguir la receta, naturalmente para ponerla en práctica.
Se hace, claro, con pata de cerdo cruda, fresca. En Galicia hay una espléndida tradición de jamón asado. Es, realmente, una gran cosa: hay que unir en el plato tajadas bien magras, un poco de grasa y, fundamental, un trozo de corteza, muy crujiente y dorada. El resultado es de lo más placentero que pueda imaginarse.
Hay que partir de una pata trasera de cerdo, o sea, un jamón, crudo. Se prepara un adobo con abundante sal gruesa, unas cabezas de ajo, bien picadas, algo de brandy, aceite de oliva y alguna que otra hierba aromática, con cuidado de que no lo sea demasiado. Se pone el jamón, deshuesado, a marinar en este adobo al menos 24 horas, dándolo vuelta de vez en cuando para que se impregne bien.
Y al horno con él; pero, para hacerlo bien, ha de tratarse de un horno alimentado con leña, que en Galicia suele ser de pino. Un horno de panadero. Ahí debe hacerse, suavemente, entre tres o cuatro horas, según el tamaño. Ya decimos que la corteza ha de quedar muy crujiente, quebradiza, en tanto que el interior ha de estar hecho, pero jugoso, nunca excesivamente seco. Cuestión, más que nada, de ojo. De práctica. En otros lugares asan el jamón y caramelizan su piel con azúcar y un hierro candente; a nuestro juicio, pierde mérito, aunque huele a gloria...
Hay, claro, más cosas, como los clásicos rollitos de jamón de York con crema de Roquefort, un rico y sencillísimo aperitivo. De modo que podríamos resumir diciendo que el jamón curado es mejor dejarlo como está, en tanto que con los jamones "precocidos", y -no digamos- con los frescos, pueden hacerse cosas muy ricas. O sea: que unos y otros tienen razón... en lo que la tienen.
Caius Apicius (EFE).