Opinión: OPIN-02 Vida, amor y muerte de Felicitas Guerrero


Enero de 1872 en Buenos Aires. El sopor del verano porteño no logra aminorar los preparativos de la fiesta que Felicitas Guerrero prepara en una de sus estancias preferidas: La Postrera, sobre el río Salado. La dueña de casa es una de las mujeres más hermosas de Buenos Aires. Carlos Guido Spano la llamó "la mujer más bella de la República". Lo que nadie podría suponer es que en pocas horas se desataría una de las tragedias amorosas más grandes con que cuenta la historia argentina.

Felicitas Guerrero era la hija mayor de once hermanos, del matrimonio conformado por Carlos Guerrero y Reissig, español oriundo de Málaga, devenido en próspero comerciante en tierras del Río de la Plata, y Felicitas Cueto y Montes de Oca, porteña de distinguida familia. La niña pronto se convirtió en una hermosa joven, esbelta, de cutis mate, mirada profunda y cautivante, heredada a través de su padre de las mujeres de la costa del Mediterráneo. Era tan bonita que los diarios de la época la consideraban "la joya de los salones porteños". La familia esperaba un conveniente matrimonio para esta niña tan especial. Por eso no descartaron la propuesta de un distinguido caballero, proveniente también de una familia ilustre.

Don Martín de Alzaga era nieto de aquel otro Martín que cayó en una de las tantas conspiraciones que jalonan nuestra historia. El mismo sufrió en carne propia la persecución rosista, se exilió en Montevideo y luego de Caseros volvió al país, para incrementar considerablemente sus bienes con el transporte de hacienda con Brasil. Así es como llegó a poseer extensas estancias en la provincia de Buenos Aires. Sólo faltaba para completar su buena estrella una hermosa mujer con quien pudiese perpetuar el apellido.

Felicitas Guerrero era una deslumbrante joven de 19 años cuando el sesentón Don Martín solicitó respetuosamente su mano. El casamiento fue en 1862. Nada dicen las crónicas de los sentimientos de la novia. Lo cierto es que al año nació un niño rubio, resplandeciente como un sol, que colmó de dicha la vida del matrimonio. Todo parecía perfecto. La vida transcurría, plácida, entre la residencia de la ciudad y la estancia La Postrera, a orillas del Salado, donde Don Martín había hecho construir una mansión rodeada de bosques de tala y bucólicos paisajes poblados de la fauna autóctona.

Felicidad quebrada


Pero toda esta felicidad se quebró totalmente con la muerte del pequeño Félix a los 6 años de vida. Su padre, herido por un dolor demasiado profundo, falleció al año siguiente.

Felicitas Guerrero de Alzaga se convirtió en la viuda más rica de Buenos Aires. Su fortuna era considerable, pero también su belleza. Guardó luto por un año, y con sus jóvenes y ansiosos 27 años comenzó a recibir con gusto, pero sin prisa, el cortejo de todos los pretendientes que revoloteaban acicateados por su hermosura pero también por su sólida posición económica.

En los corrillos sociales se murmuraba que había un preferido con el cual seguramente la viuda de Alzaga contraería enlace: Enrique Ocampo, miembro de una antigua y considerada familia.

Pero de la noche a la mañana, Felicitas dejó de lado a Ocampo para dedicar sus sonrisas a otro joven no menos apuesto y dueño de uno de los apellidos ilustres de la ciudad: Samuel Sáenz Valiente. Al parecer se habían conocido en un viaje que la joven viuda y estanciera hizo a La Postrera. El joven Sáenz Valiente no había dudado en tender su claro poncho sobre el barro para que no se ensuciase el delicado pie de la dama al descender de la diligencia. Las visitas a La Postrera se hicieron muy frecuentes y el amor no tardó en enlazar los dos corazones.

En tanto Enrique Ocampo ensombreció su vida y su alma. Dejó de concurrir a los lugares habituales y las calles de Buenos Aires lo vieron transitar con semblante hosco. En un encuentro con Carlos Guerrero llegó a asegurarle que no permitiría que Felicitas fuese de otro, que antes la mataría. Tremendas palabras que jamás fueron tenidas en cuenta.

Los días pasaban y todo Buenos Aires hablaba de los preparativos para la boda, que sería fastuosa, de los espléndidos regalos, del vestido de novia encargado a París. Felicitas estaba feliz.

Y llegamos a la noche del 29 de enero de 1872. Dicen las crónicas de la época que resplandecía de luces la mansión Guerrero-Alzaga situada, en Montes de Oca y Pinzón. La dueña de casa se había trasladado a la ciudad para hacer compras de último momento destinadas a los festejos en la estancia. Los parientes, en la casa, eran los encargados de recibir a las visitas. Allí estaban Don Bernabé Demaría y su esposa, su hijo Cristián, Albina Casares, amiga íntima y algunos hermanos de la novia.

Mal presagio


De pronto un carruaje se detiene ante la puerta. De él desciende Ocampo, que insiste en ver a la dueña de casa. Al saber que no está se queda a esperarla.

Al llegar Felicitas no puede ocultar su fastidio, pero para evitar un desagradable encuentro entre los dos galanes, ya que Sáenz Valiente había arribado también hacía instantes, decide ir a su encuentro. Pide a su amiga que la acompañe, pero al llegar a la puerta de la sala resuelve enfrentarlo sola. Un mal presagio ensombrece el rostro de Albina.

No se puede saber lo que ocurrió, pero sí se escucharon voces alteradas en un ríspido diálogo. Muy inquieto Don Bernabé Demaría se dispone a intervenir, cuando se escucha un disparo. Al abrir la puerta, el cuadro no puede ser más trágico. La delgada silueta de Felicitas, ensangrentada, se desploma en el suelo, mientras Ocampo, con el rostro demudado, apunta hacia Bernabé, hace fuego, pero no da en el blanco. A partir de aquí, son dos las versiones que cuentan el fin del criminal. Una habla de su desesperación y posterior suicidio al darse cuenta de lo que había hecho. Otra cuenta que se trabó en lucha con Cristián Demaría y en el forcejeo se escapó un tiro que lo hirió de muerte.

Felicitas aún estaba con vida. Una herida producida en la frente al caer teñía de sangre el hermoso rostro. La otra, producida por la bala, atravesaba la médula, interesando órganos vitales. En medio de terribles dolores, la agonía duró hasta la madrugada del día siguiente.

Fue velada en la casa de los Guerrero, donde había nacido -lo que es hoy la sede de la Sade-, en México 524, mientras la sociedad porteña se veía conmocionada por lo ocurrido.

En la mañana del 31 de enero sus restos fueron conducidos al cementerio de la Recoleta, y allí su cortejo se cruzó con el de Enrique Ocampo.

¿Qué ocurrió con Samuel Sáenz Valiente? Después de llorar a su amada, luego de algunos años, contrajo enlace con Dolores de Urquiza, la hija mayor del general entrerriano, con quien tuvo varios hijos. (La Nación-12-11-1989).

Por su parte, los desconsolados padres Carlos Guerrero y Felicitas Cueto, tratando de borrar tanto odio y violencia, hicieron construir una iglesia en los jardines de la mansión de su hija. La construcción fue encargada al arquitecto Ernesto Bunge, formado profesionalmente en Alemania.

La iglesia de Santa Felicitas, hoy en el barrio de Barracas, fue concebida dentro del estilo neo-romántico propio de la época, y quedó inaugurada en 1875. Flanquean la entrada las figuras en mármol de Felicitas con su hijo y de Don Martín Alzaga. Fue restaurada y abierta al público nuevamente el año pasado. Sus hermosos vitrales fueron recuperados por Félix Bunge, bisnieto de un primo del arquitecto E. Bunge. En el altar lateral izquierdo, una imagen y dos vitrales muestran la figura de Santa Felicitas, martirizada con sus siete hijos. Pero esa es otra historia.

Ana María Zancada