Nosotros: NOS-04
Nosotros
Días de cine y encuentros
Nacimiento, esplendor y ocaso de las salas donde era posible soñar, enamorarse, reír y llorar. En la historia del viejo Cine Ideal, anida la vida de aquellos templos de la ilusión.


El cine Ideal, que fuera uno de los grandes referentes entre las salas cinematográficas de la ciudad, perteneció a la Empresa del ingeniero Virginio Colombini y su hijo, Juan Alejandro.

Por más de cuarenta años -desde 1946 a 1991-, miles de santafesinos se deleitaron con las grandes producciones que en esa época se ofrecían. Era una de las tantas maneras de vivir la ciudad en las tardes domingueras, y daba una fisonomía particular a la vida tranquila de aquella Santa Fe.

Desaparecida su sala original a raíz de un incendio en 1964, fue reinaugurada once meses después, el 8 de octubre de 1965.

Cuando vi hace algunos años ese hermoso film "Cinema Paradiso", pensé que cada uno lleva un cine en su corazón; sobre todo quienes, como su protagonista, han vivido relacionados de alguna manera con sus historias y sus anécdotas en una etapa gloriosa del celuloide, los recuerdos de la infancia son siempre bellos, y los de la adolescencia muchas veces también, porque ya van matizados con esa infinita gama de emociones y sentimientos encontrados que todo adolescente lleva consigo.

Yo tengo también mi propio "Cinema" de los años infantiles y juveniles; y el depositario de tantas imágenes emotivas fue el cine Ideal, ubicado en su momento en calle San Martín al 2864.

Lo que da un colorido especial a todos estos recuerdos, es que a él me unían especiales vivencias y afectos, porque pertenecía a uno de mis tíos, Virginio Colombini, casado con Adela Talín, una de las hermanas de mi madre; y por eso en esta familia numerosa, lo sentíamos un poco nuestro también, con algunas prerrogativas que nos daba ese cercano parentesco.

Cuántas veces, alguna mañana, acompañada por mis primos Juancito y Beatriz Colombini, podía entrar a la sala vacía, corretear entre las butacas solitarias, subir al escenario y tocar suavemente la pantalla blanca como algo mágico donde estuvieran grabados los personajes y escenas de la películas que tanto nos emocionaban.

Mi tío Virginio nos llevaba a veces a la sala de proyecciones, y entonces, el asombro era total: íde allí salían nuestros héroes, aquellas escenas inolvidables...!

Así, muchas veces se me representa el cartel con una estrella y su estela dibujadas, señalando el edificio del "Gran Cine Ideal".

Volar sin fronteras


Yo tenía siete u ocho años, y "el" cine era una parte tan importante de mi vida como lo eran los juegos y las hamacas chirriantes de la plaza.

Pasaba por la vereda, a sólo una cuadra de mi casa, y me extasiaba con los carteles que anunciaban las películas y los próximos estrenos. Buscaba con ansias el cartel "Apta para menores", porque entonces sabía que el domingo me esperaba, con mis padres, pasar una tarde feliz.

Pero no eran sólo las tardes; estaban también las matinales, de las diez, once de la mañana dominguera, a la que solíamos concurrir luego de la Misa de los niños, en la iglesia del Carmen.

Nos recibía la figura deseada, esperada, del caramelero, con su bandeja en equilibrio, diciendo de un lado a otro: "Caramelos, pastillas, bombón helado...".

Con la algarabía del público menudo, empezaba la función, en un rápido acomodar de butacas.

"Sucesos Argentinos", infaltable, y luego nuestros esperados dibujitos animados, que nos transportaban con su música y colorido, que nos hacían soñar, alegrarnos y asustarnos a veces, volar sin fronteras por unas horas de la mañana festiva.

Y esas tardes de domingo, con el encuentro en la platea, de tíos y tías cargados de bolsitas crujientes de caramelos rellenos, con gusto a frutilla o limón, con formita de mandarina.

Recuerdos en pantalla grande


Era la época floreciente de los cines. En realidad durante muchos años, la concurrencia a ellos no sólo era un afán cultural, sino un verdadero divertimiento, un "programa" ya hecho para los fines de semana, para toda la familia cuando se podía.

Fue la época de las grandes producciones, de los directores de nombre, de actores inolvidables, que aún de vez en cuando tenemos oportunidad de ver en alguna película de época que nos ofrece la televisión.

"La" salida era al cine, y como todos pensaban lo mismo, el domingo había que prepararse con tiempo y con paciencia para hacer la fila antes de entrar.

Y así lo hacíamos, pero no para hacer "cola", porque por "gancho" del tío, entrábamos gratuitamente por el costado, cuando el boletero nos hacía un espacio entre la gente. Las últimas butacas, a la derecha, cerca de las cortinas, era el reducto familiar.

El Ideal era el cine de moda, y compartía la platea santafesina con los de la Empresa de Leopoldo Samper (Colón, Roma, entre otros). Intentaba conseguir las mejores películas de primera para ofrecer al público; ellas eran recibidas con total concurrencia y si a veces flaqueba el estreno, de igual manera todos iban, porque era el paseo dominguero, la oportunidad de estar entre todos en las largas colas, en el ir y venir de los autos por la doble mano que tenía entonces la calle San Martín.

Otros cines: el Belgrano, el Santa Fe (también de la Empresa Colombini), los numerosos de barrio: Moderno, Apolo, Avenida, Mayo, Urquiza, Gran Rex, Esperancino, que se contentaban con estrenos menos ambiciosos, o con repeticiones, y que tenían también su público fijo. El Doré (San Jerónimo y Primera Junta) era prohibido para nosotras: tenía sus anécdotas de la platea, que no osábamos verificar.

La época dorada


Sala cubierta a pleno, la del Ideal, con el cartel, a veces, que arrancaba exclamaciones de desilusión: "No hay más localidades".

Y adentro, el bullicio de gente que entraba, caminaba apresuradamente por los pasillos buscando un lugar, subía a planta alta cuando ya no lo encontraba, pero contenta al fin de poder conseguir asiento. Porque también hubo funciones con gente en los pasillos, esperando con paciencia que alguien terminara su sesión, cuando era "continuada".

Sin contar el encuentro social, que tenía tanta importancia como el mismo espectáculo. En el intervalo, a fumar un cigarrillo afuera, junto con un pancho y una gaseosa, en el bar del piso alto. Mirar cómo pasaba la gente por la calle desde los grandes ventanales, charlar con todos, ponerse al día; y entrar con la contraseña antes de que apagaran las luces.

Dicen que el video ahorró algunos inconvenientes al espectador de cine. Pero, qué comparación cabe con aquellas pantallas en Cinemascope y otros sistemas, en las que la escena te envolvía, te hacía olvidar cualquier cosa que no fuera el espectáculo grandioso que ofrecían las grandes producciones.

Mucho después surgieron otros buenos cines: el Ocean, el Garay, el América, innovadores en algunos detalles, ambicionando entrar a un mercado que a veces se hacía difícil, si no entraba en juego toda la imaginación y capacidad realizativa del empresario.

Pero el Ideal, era el Ideal. Quizás mis afectos coloreen más mis impresiones, pero fue por mucho tiempo una referencia notable en los asiduos del cine.

Fue la época de oro del cine; largas filas de gente de más de una cuadra; esperas de hasta una hora, con tal de conseguir lugar, aunque fuera en primera fila, con la imagen distorsionada de tan cerca, con el cuello dolorido por tanto tiempo de mirar hacia arriba.

Claro, llegada la adolescencia nos gustaba ir a las primeras filas, porque en el intervalo de las dos películas que se proyectaban, salíamos, a ver y a hacernos ver, subiendo por el camino rojo un poco inclinado hacia arriba, sintiéndonos Audrey Hepburn o Liz Taylor ante la mirada de la platea.

El espejo en el toilette nos devolvía a la realidad y recuperando nuestra identidad, volvíamos a la butaca, a ver el gran estreno de la semana.

Pero todavía faltaba la salida: llenas de imágenes, asomábamos al hall como podíamos, otra vez la fila despaciosa o las escaleras bajadas en larguísimas esperas, para salir a la calle, sentir la oleada fría de la noche o el calor agobiante fuera del aire acondicionado que era exclusivo del cine Ideal.

A recorrer San Martín, hacia el Sur, doble mano de la calle, fila apiñada de autos, muchachos en el cordón de la vereda, galería y Bar Doria, las vidrieras iluminadas a pleno de Casa Beige y Casa Tía hasta llegar al fin a seguir el encuentro en la confitería "Los Dos Chinos", si encontrábamos lugar.

Y el regreso, ya con menos gente, con más preocupación por el lunes y el colegio, un poco apuradas quizás, a terminar las carpetas o preparar alguna lección relegada.

La emoción del domingo y del cine, seguía dos o tres días más, comentarios y recuerdos en los recreos, armando programa para la próxima función.

Un Ideal que no se destruye


Una mañana de noviembre de 1964, triste para todos, el cine se incendió. Nuestra criatura de cortinados y butacas, terciopelo y cuero, ardió en llamas, por algún silencioso accidente, desde el escenario hasta su frente; su mismo techo se desplomó con ensordecedor estruendo. Sólo quedó sin rendirse la sala de proyecciones en el piso alto, y algunas películas allí guardadas.

Corrimos todos, a ser solidarios con los tíos, reunida la familia como en las tertulias de las tardes de domingo, pero con congoja ahora: el cine derruido y la familia herida en algo tan querido, conservado con dedicación y esfuerzos: desolados, impactados y mirando con impotencia el gigante que se derrumbaba, el trabajo y la ilusión de la vida, de una gran parte de ella.

Nada pudo salvar a tanto elemento inflamable. Quién sabe cuántas cosas se llevó ese día el humo; cuántos sueños, cuántas realidades. Y cuánta fantasía voló también con el viento, acumulada en rostros y figuras de celuloide, encarnando en la pantalla pasiones, sentimientos, risas y dramas.

Gary Cooper, William Holden, Susan Hayward y los nuestros, debieron mudar su figura y sus historias a otras salas, abandonar por un tiempo su hábitat de ilusiones, aguardar que otra vez volviera a surgir la esperanza, las ganas de volver a empezar, para así continuar en el oficio fantasioso del cine.

La ilusión que no descansa


Y al tiempo, un día, surgió otra vez la esperanza en la casa Colombini, de Virginio y su hijo Juan Alejandro; esa fuerza que acelera la razón y los deseos; y todo comenzó de nuevo.

De las mismas cenizas pareció brotar el murmullo que corrió de boca en boca: "Reconstruyen el Ideal....!

Y con ímpetu, con ganas, con ideas nuevas y nuevos sacrificios, comenzó a levantarse otro coloso, para ahuyentar los fantasmas del hermano perdido.

Parecido al otro pero con todos los avances que el progreso permitía, volvió a surgir como el Ave Fénix, para seguir siendo referencia en la vida de la ciudad.

Los últimos adelantos de la técnica y el confort se pusieron nuevamente , con tenacidad y esfuerzo al servicio del séptimo arte; mil cien butacas, pantalla de grandes dimensiones, única en la provincia, más de mil metros de cortinados, con un sistema acústico e incombustible.

Una noche, el ocho de octubre de 1965, su función reinaugural nos encontró otra vez reunidos, compartiendo la alegría y el orgullo de este otro nacimiento.

El público convocado colmó la sala en una función a beneficio de Cordic (Recuperación del incapacitado cardíaco), con palabras del Pbro. Oscar Ortiz y Libio María Chiani, secretario de la Asociación de Empresarios Cinematográficos del Litoral, que presidía Juan A. Colombini.

La Paramount y la Warner, la Metro y la Century Fox ya podían volver con sus estrenos, como se regresa al hogar después de una corta partida: todo está igual, pero mejor, porque hemos vuelto al fin a nuestro lugar de siempre.

Con sólo cerrar los ojos...


Son éstos sólo unos pocos fragmentos de imágenes de una época de la vida santafesina, en su transcurrir familiar y afectuoso que se asoman en forma espontánea o llamados por alguna semejanza, porque han sido importantes para nosotros. Entonces si, los acercamos de manera consciente y hasta queremos expresarlos y compartirlos.

El cine Ideal, como muchos, no escapó a los vaivenes de los cambios que trajo la televisión en colores, la aparición y el auge de los videos. Cerró sus puertas en el año 1991 y al pasar hoy por lo que fue su frente de fantasías, nos reciben sólo blancos electrodomésticos, en el nuevo rubro al que se destinó su edificio remodelado.

Pero no importa: con sólo cerrar los ojos y activar los recuerdos, el asombro está allí, como siempre, en la memoria de las cosas lindas que tiene la vida.

Imágenes en blanco y negro


De la pantalla chica al Cinemascope, del blanco y negro al asombroso Technicolor: vivimos los cambios y los progresos junto a los ciclos de la vida, que también avanzaba en cada uno de nosotros.

Como en un flash en el que se mezclan distintas épocas, aparecen recuerdos de películas famosas: "Lo que el viento se llevó", un clásico. La inolvidable "Gilda", con Glen Ford y Rita Hayword; "La escalera caracol", que llenó de miedo muchas de mis noches; "La muerte de un viajante", "Cabo de miedo", en la genial interpretación de Robert Mitchum; "Imitación de la vida", un éxito realmente lacrimógeno con Lana Turner; todos comentaban cómo habían llorado al verla y por eso la volvían a ver; y el resto iba para eso: para llorar también.

Las argentinas de Lolita Torres, recientemente desaparecida, "la que no se dejaba besar", con su cintura de avispa y su cara españolada; Zully Moreno, Pepe Iglesias, "el Zorro", Luis Sandrini, los Cinco grandes del buen humor...

Algunos años después "Espartaco", en función premier; "Hace un año en Marienband", disimulando un poco no haberla entendido en la totalidad de su arte, descubierto por algunos críticos y el inolvidable, polémico filme de Fellini, "La Dolce Vita", con Marcelo Mastroiani y Anita Edkberg, con historias de la Vía Véneto y de un "paparazzi" que escandalizaron a la sociedad de la época.

Algunos estrenos dieron lugar a pintorescas manifestaciones juveniles: cuando se proyectó "Al compás del reloj", de ultísima moda, los pasillos se llenaron de muchachos y chicas que emprendieron el pegadizo rock al son de la música de Bill Haley.

Raquel Colli de Trucco