De cómo Manuel Gálvez no llegó a visitar Cayastá
Por Manuel Gálvez
Acaba de publicarse el segundo tomo de los "Recuerdos de la vida literaria" de Manuel Gálvez. Varios pasajes de testimonios, confesiones, chismes y reflexiones lo convierten en un material histórico y literario ineludible. Entre ellos, los que cuentan, con una sinceridad excepcional, los tejes y manejes urdidos para ser candidato al Premio Nobel de Literatura; las rencillas y escándalos del XIV Congreso del Pen Club que tuvo lugar en Buenos Aires; los retratos de Jacobo Fijman, Witold Gombrowicz (escrito "Gombrovicz" y extrañamente ausente del Indice Onomástico al final del libro), Valéry Larbaud... En el capítulo titulado "Amigos de este tiempo", donde habla de Juan Draghi Lucero, Martín Aldao, Gustavo Martínez Zuviría, se refiere a dos amigos santafesinos, José Luis Busaniche y Agustín Zapata Gollán, y cuenta una sabrosa anécdota sobre una tentativa de visita a las recientemente exhumadas ruinas de Santa Fe la Vieja.
Entre los amigos de este tiempo y que no eran nacionalistas, debo dar el primer sitio a José Luis Busaniche. Bella persona, caballero cabal, conocedor a fondo de nuestra historia. Lo que él ignoraba, no lo sabía nadie. Nos vimos mucho en el Archivo, y luego en su despacho, situado detrás del Cabildo, en la Comisión de Monumentos Históricos, en donde solía visitarle. Como sabía historia, Levene jamás le propuso hacerle académico. Antinacionalista y antirrosista, fue evolucionando lentamente, pasada la guerra del '40, mas sin entrar por completo en nuestras ideas. Del mismo modo, él, que al llegar de Paraná, en 1938, escribía en prosa vulgar, llegó a expresarse con verdadera elegancia. Le debo muchas informaciones. Su muerte repentina fue para mí un gran golpe. Unos días antes me había anunciado su visita. Dejó, creo, avanzada, una Historia argentina. Es un dolor, un dolor enorme, que este historiador verídico, sin prejuicios y sabio no la terminara.
Santafesino como él es Agustín Zapata Gollán, aunque de origen entrerriano por su padre. Agustín, primo segundo mío, como hijo de un primo hermano de mi madre, es un hombre de auténticos méritos intelectuales y morales. Su padre, Agustín, tenía gustos literarios y creo que algo escribió y era hermano de Floriano, mi muy querido "tío Floriano", tan simpático, tan bueno, tan excepcional conocedor de la literatura española y tan castizo y gracioso prosista. Con Agustín Zapata Gollán, que es también primo hermano de mis primos hermanos los Gollán Gálvez, me veo poco. Pero no voy a Santa Fe sin buscarlo. Ha colaborado en La Nación, escribe bien, en recia prosa, y es autor de varios libros excelentes, entre ellos Las puertas de la tierra.
Aparte de lo literario, ha realizado una obra magnífica. Después de haber descubierto en Cayastá las ruinas de la primera Santa Fe, fundada por nuestro antepasado Juan de Garay, halló en aquel lugar multitud de objetos de piedra, obra de los indígenas, con los cuales fundó el Museo Etnográfico. Luego consiguió del gobierno de la provincia -raro milagro- que le construyese un espléndido edificio, en el estilo colonial. El día en que se publique una obra reproduciendo algunas de las riquezas de este museo, la gente culta del país y del mundo entero se asombrará.
Contaré la terrible aventura en que Agustín embarcó a varios de sus parientes, aunque no tuvo culpa alguna del fracaso. Habíamos ido a Santa Fe, con motivo de los homenajes al doctor José Gálvez, cuyo centenario se celebraba. No podíamos dejar de conocer Cayastá, y allá fuimos. Éramos unos quince, entre ellos: mi hijo Gabriel y su mujer, Bebé García Mansilla, mi hija Delfina y su marido Amancio Williams, mi primo hermano Miguel Angel Martínez Gálvez y una sobrina suya y mi primo político el embajador Víctor Lazcano, casado con Angélica Gálvez.
Recorríamos los ochenta kilómetros en un ómnibus de buen tamaño donde cabíamos todos cómodamente. Cuestión de un par de horas, nos aseguraron. Partimos de Santa Fe a las doce, y a las cinco de la tarde estábamos aún lejos de Cayastá... �Qué había ocurrido? La región que separa Santa Fe de Cayastá, y por la que va el camino conocido, está llena de lagunas, lagunitas, riachos, pantanos. Como había llovido mucho en días anteriores, el conductor, no atreviéndose a tomar esa vía, nos llevó por el camino de adentro, que él, según después supimos, no conocía...
A eso de las cinco de la tarde, nos topamos con una laguna que cubría el camino por todo lo ancho. Imposible intentar el paso. Entonces los excursionistas nos dividimos. Unos, harto prudentes, decidimos volver a Santa Fe, y otros continuaron a pie hasta Helvecia, donde tomarían un carro que los llevara a Cayastá. Arrimándose al alambrado para no meter los pies en el agua, los del segundo grupo se alejaron. Tuvieron suerte. Después de diez cuadras de marcha llegaron a Helvecia. De allí, en carro, a Cayastá. Visitaron las ruinas y, en un automóvil que pidieron a Santa Fe, estuvieron en la ciudad a las diez y pico de la noche.
En cambio nosotros... Yo no quise correr la aventura de ir a Helvecia, y me apoyaron Lazcano, Miguel Angel, mi hija y su marido y alguno más. Nos acompañaba el subdirector del Museo Etnográfico. Fue una hazaña de Hércules poner el carromato en dirección contraria a la que trajimos. Luego, marchamos pasablemente durante una media hora. Merendamos en un almacén del camino, y al cabo de otra media hora de marcha nos detuvimos no sé por qué accidente. Fue arreglado a medias y reanudamos nuestro andar, pero fue para detenernos dos veces más y darnos finalmente por vencidos. Imposible seguir. Para mayor calamidad, la noche se nos venía encima y se anunciaba tormenta. Y comenzamos a andar, cabizbajos y silenciosos, por el ancho camino.
Aquello fue horroroso. Muy pronto fue noche cerrada. No pasaba un ser viviente, ni hombre ni perro. Ni una luz, salvo alguna muy lejana. Nos hundíamos en el polvo, y esto aumentaba nuestro cansancio. Pasaban los kilómetros y sin esperanza. No sabíamos cuánto faltaba para llegar al asfalto. Yo, que tenía sesenta y ocho años, comencé a desfallecer. Mi hija y mi yerno me sostuvieron cada uno de un brazo y así pude continuar. A veces, una lucecita nos hacía pensar que faltaba poco, pero al cabo la luz desaparecía. Noche de lobos, como se dice. Mi imaginación me mostraba pavorosos peligros: la tormenta... Pero nada pasó. Seguíamos marchando, como condenados, cuando, después de cuatro horas, llegamos al camino asfaltado. Cerca de la estación de servicio, donde venden nafta, comimos y bebimos y solicitamos un auto a Santa Fe y allá estuvimos a las doce de la noche.
La aventura fue divulgada en Santa Fe y se criticó al gobierno. Ahora existe un buen camino que lleva a Cayastá en una hora. Parecía incomprensible que en la civilizada provincia de Santa Fe, a pocos kilómetros de su bella capital, hubiese una región tan salvaje, tan despoblada, como la que habíamos recorrido. Y como José Gálvez, más de cincuenta años atrás, lo hubiese hecho todo -ferrocarriles, colonias, universidad, puerto, doscientas escuelas, tranvías y otras cosas- mi hija pudo exclamar:
-Es indudable que por allí no anduvo tío José.