Según el relato de la Biblia, narrado en su segundo libro: el Éxodo, estando los judíos esclavizados por años en Egipto, el Señor encomendó a Moisés sacarlos de la postración y conducirlos liberados a la Tierra Prometida. Ante la negativa del faraón, Dios les envió nueve plagas para persuadirlo, reservando para el final la muerte de todos los primogénitos.
En vísperas de aquella terrible noche, Moisés ordenó prepararse para la partida: ligeros de ropa, pocas cosas para llevar y comida liviana, mientras que el enviado de Dios portador de la muerte, visitó toda la tierra de Egipto, cumpliendo lo predicho por Dios: "Hacia la medianoche, saldré por medio del país y morirá todo primogénito, desde el hijo del faraón que se sienta en el trono, al de la esclava y el ganado, oyéndose un gran clamor en toda la tierra, como nunca antes hubo ni volverá a haber".
Para que el enviado de Dios al llevar el justo castigo, pudiera distinguir a los inocentes de los culpables, las puertas de las casas de los hebreos debían estar pintadas con un signo especial, usando como tinta, la sangre del cordero sacrificado para la cena.
Derrotado el poderoso, por fin, el pueblo de Israel se marchó fuera de Egipto, "de la casa de los esclavos". A la madrugada, los hombres dieron los primeros pasos del lugar de la esclavitud con la cuerda a la cintura, el bordón del peregrino y el saco de pan ácimo (no fermentado por la prisa del partir) al hombro, dolido por el trabajo agotador, gozosos por huir de tamaños males y turbados por los peligros y lo desconocido, a cuyo encuentro iban.
Quiso Dios que un grupo de esclavos se transformara en pueblo, quiso que hombres débiles como los demás y más que los demás se convirtieran en "un pueblo único sobre la tierra" y fueran el Pueblo de Dios, que recibirán su Revelación y difundirán su nombre y su culto. Esa superioridad, debida a la divina promesa hecha a sus padres, los hacía dignos de convertirse en el pueblo elegido, llamado a recibir todas las enseñanzas de Dios y a darlas a conocer a todas las gentes.
La Pascua de los Ácimos (Pésaj) se celebra el 15 de Nisán, que en el Pentateuco llama al mes de la primavera y los días sucesivos, siete en total; siendo el primero y el último, los días de "sagrada convocatoria", es decir, de fiesta solemne.
La palabra Pascua, no es más que "el dintel de las puertas" de los israelitas pintadas para la ocasión en que Dios decretó castigar a los egipcios. Y unido a este extraordinario episodio, va el gozoso recuerdo del paso de la esclavitud a la libertad.
Esta festividad se llama Pascua de los Ácimos, por estar prohibido a los israelitas comer durante esos días cualquier sustancia con levadura: y como el pan es uno de los alimentos fundamentales de la nutrición, imposible de faltar, se obligó a usar el pan no fermentado (ácimo), llamado también mazzá, recordando a sus antepasados cuando, aterrados y acuciados a partir cuanto antes, llevaron consigo la masa cruda antes de que fermentara, cargándose al hombro los recipientes envueltos en sus vestidos. Poco después, camino hacia el Mar Rojo, cocieron la masa que llevaban, obteniendo hogazas sin leudar, porque no habían podido esperar el lento proceso de transformación.
Se la inicia con la quema de todo vestigio de levadura juntado en las casas y sus cenizas arrojadas al viento y un estricto ayuno que se levanta con las oraciones de la mañana y el estudio de algunos pasajes de la Torá. Estas oraciones de llaman Allel (alabanzas) y son seis salmos, del 113 al 118.
La ceremonia central va precedida del relato de la partida de Egipto, Haggadá (narración), salpicado con versículos bíblicos, explicaciones, preguntas y respuestas. Cuando el jefe de la familia regresa de la oración vespertina, la mesa debe estar ya preparada de un modo especial y frente al sitio principal, preferentemente en un solo plato con varios departamentos, habrá apio cortado, ensalada amarga, vinagre o agua salada, un huevo duro, una pata de cordero y un amasijo de frutas secas, trituradas y mezcladas con vino fino para darle consistencia homogénea. Cada comensal debe tener ante sí un vaso de vino, que beberá y llenará durante cuatro veces.
Inmediatamente después del Kiddush, que es la oración de inicio, los comensales se lavan las manos sin pronunciar palabras: luego se come un poco de apio sopado en vinagre y se dan las gracias a Dios. El celebrante corta los panes ácimos y dice: -"Este es el pan de la aflicción que nuestros padres comieron en el país de Egipto...lo que para ellos era el pan de la aflicción, sea para nosotros pan de libertad".
A continuación se sirve el segundo vaso de vino y se aclaran las preguntas y dudas que formulen los menores acerca de esta festividad, además de narrar los acontecimientos del Éxodo, salpicando con gotas de vino, al enumerar cada plaga de Egipto.
Luego de beber el segundo vaso, todos se lavan las manos pronunciando una bendición apropiada, para comenzar la cena propiamente dicha.
El principal del hogar toma otro trozo de ácimo, come dos pedacitos y reparte el resto a los comensales, quienes antes de ingerirlos, pronunciarán sendas bendiciones. Así se hace también con la hierba amarga que en recuerdo de la esclavitud, debe ir acompañado por la dulzura de la libertad, para ello se la unta con la pasta de frutas secas (jaróset), también evocando la mezcla de cal que usaban los antiguos al trabajar los ladrillos.
Sigue la comida en medio de la mayor alegría y al finalizar se vuelve a comer un pedacito de ácimo para recordar que el banquete pascual no es para saciarse. Después de los ritos, no puede degustarse nada hasta el día siguiente, y sólo se beben los restantes dos vasos de vino, al pronunciar la bendición después de la cena y al terminar la lectura del Allel. Ocasionalmente, terminada la ceremonia ritual, se puede continuar con cánticos y secuencias de aparente sencillez. No es sólo costumbre sino precepto, invitar a la cena a quien está solo, de viaje o no puede pernoctar en su respectivo hogar.
Jesús escogió el tiempo de Pascua para realizar lo que había anunciado en Cafarnaúm: dar a sus discípulos su Cuerpo y su Sangre.
"Llegó el día de los Ácimos, en el que se había de inmolar el cordero de Pascua. Jesús envió a dos de sus discípulos, a Pedro y a Juan, diciendo: Id y preparadnos la Pascua para que la comamos... fueron...y prepararon la Pascua. Llegada la hora, se puso a la mesa con los apóstoles y les dijo: `Con ansia he deseado comer esta Pascua con ustedes antes de padecer'... y tomó pan, dio gracias, lo partió y se los dio diciendo: `Esto es mi cuerpo que va a ser entregado por vosotros: haced esto en memoria mía'. De igual modo, después de cenar, tomó el cáliz, diciendo: `Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre, que va a ser derramada por vosotros' ".
Al celebrar la última Cena con sus apóstoles en el transcurso del banquete pascual, que en ese año cayó un día jueves, Jesús dio su sentido definitivo a la pascua judía. En efecto, el paso de Cristo al Padre por su muerte y su resurrección, la Pascua nueva, es anticipado en la cena y celebrado en la Eucaristía, que da cumplimiento a la pascua judía y anticipa la pascua final de la Iglesia en la gloria del Reino.
El día de la Pascua, para los cristianos, es el día del paso definitivo de la esclavitud del pecado y la muerte, hacia la salvación, inaugurada a partir del día de la Resurrección de Cristo; por lo tanto, Pascua es sinónimo de Resurrección o Vida Eterna. No es una fiesta más en el calendario religioso, es la "Fiesta entre las fiestas", "Solemnidad entre las solemnidades", es el "gran domingo", según San Atanasio.
"Pasado el sábado, al alborear el primer día de la semana, María Magdalena y la otra María fueron a ver el sepulcro. De pronto se produjo un gran terremoto, pues el Ángel del Señor bajó del cielo y acercándose hizo rodar la piedra y se sentó encima de ella. Su aspecto era como el relámpago y sus vestidos blancos como la nieve. Los guardias, atemorizados ante él, se pusieron a temblar y se quedaron como muertos. El Angel se dirigió a las mujeres y les dijo: "Vosotras no temáis, porque sé que buscáis a Jesús el crucificado: no está aquí, ha resucitado, como lo había dicho. Venid, ved el lugar donde estaba...". Mat 28 1-6.
A partir de este acontecimiento y de la Ascensión de Jesús a los cielos, sus seguidores comenzaron a reunirse semanalmente, el día domingo, para recordar y conmemorar su triunfo, viviendo un hermoso ideal: fidelidad al Templo y a la Ley, un culto propio de bautismo, oración en común y fracción del pan o Eucaristía y la repartición de bienes materiales.
La Iglesia aceptó, desde el principio, las dos fiestas principales del judaísmo, pero interpretándolas en sentido cristiano: la Pascua y Pentecostés. Todos los años, actualizaban con solemnidad la partida del Señor, en fecha coincidente con la pascua, mas esta fecha no fue igual en las distintas regiones: las de oriente conservaron el día 14 de Nisán (cuatordecimanos) y las iglesias de la región occidental o latina, las designaron móvil, respecto al calendario lunar y siempre el primer día de la semana.
Años más tarde, en el Concilio de Nicea del 325, todas las iglesias de las principales ciudades del mundo grecorromano, se pusieron de acuerdo para que la Pascua cristiana fuese celebrada el domingo que sigue al plenilunio después del equinoccio de primavera (en el hemisferio norte), de allí que la fecha cambie año a año, de acuerdo al régimen lunar.
Desde entonces y a lo largo de los siglos, Pascua es el centro de la fe cristiana, es la comprobación del triunfo de la Vida por sobre la muerte, del bien sobre el mal, de lo efímero sobre lo eterno, es la plenitud de amor que sólo el Resucitado nos puede dar.
Hugo Raúl Lazzarini