Cultura: CULT-03 El hilo
Por Héctor Martín Rotger


De la calle demasiado transitada llegaban voces de niños pequeños.

Acostado en un jergón del altillo donde pernoctaba, nuestro protagonista no alcanzaba a distinguir las palabras, que alternaban con bocinazos y motores diversos.

De pronto calló todo, era como si se fuese apagando lenta, pero sistemáticamente, todo sonido. Empezaba como un menguar la intensidad, al rato ningún rumor persistía sin esfuerzo de escucha. Finalmente, ni ese esfuerzo alcanzaba. El silencio ocupaba todos los ámbitos, como un personaje clonado al infinito que se instalase implacable aunque muy delicadamente en cada silla de oficinas o banco de plaza, en las hamacas y los subibajas, pero también se lo podía intuir en los ascensores, las mesas de los bares, los cines, restaurantes y cuanto sitio de reunión pública existiese. Uno hasta podía intuir su apariencia de absoluta discreción en la que ningún rasgo fuese destacable del otro. Una cara y un cuerpo absolutamente neutros, de alguien a cuyos pensamientos y sentimientos, si los había, no era posible acceder.

De los suburbios, habitualmente bulliciosos, tampoco llegaba ningún sonido. Seguramente ya se había reproducido hasta los aledaños del río, sustituyendo hasta el ladrido de los perros.

El hombre acostado recordó entonces cómo había llegado hasta allí, aprovechando, como lo hacía siempre, el descuido de la vigilancia de seguridad en la cochera del edificio. Nadie, por años, había notado su presencia, guarecida, en la confortabilidad de ese espacio. O, más probablemente, le habían hecho creer que no lo notaban y, de ese modo, benévolamente, le cedían el sitio desocupado. Lo preservaba del frío y la intemperie y lo resguardaba de la agresión ocasional de los transeúntes, no siempre considerados.

Después de todo, con el vigilante del consorcio había llegado a entablar una relación de confidencia inadvertida, ya que viéndolo saludar a los propietarios y prestar oído a sus mutuas cotidianeidades, suponía que podía confiar en su complicidad para ocupar lo que le servía de habitáculo para el sueño y el descanso.

Tampoco escuchaba movimiento alguno de ese ámbito familiar.

Podía jactarse de no haber sido sorprendido nunca, ni cuando llegaba ni cuando salía. Y no quería ahora darle el gusto de sorprenderlo a ese personaje clonado, ese clon silenciador que con seguridad había reemplazado también al cuidador. Hubiera sido una deslealtad hacia quien, casi seguro, no había querido importunarlo en su refugio.

De modo que se quedó acostado. Y como no podía dormir sin algún ruido que le referenciase algo de la calle, su residencia de vigilia, se esmeró en continuar con los ojos cerrados y lograr una quietud perfecta, una inmovilidad tan minuciosa que le permitiese adelgazar el oído hasta convertirlo en un hilo capaz de penetrar lo inaudible.

En esas condiciones, recordó el instante previo al silencio total, los niños que hablaban en la calle. Su oído tan delgado podía ir y venir en el tiempo y aislar aquellas voces del bullicio que las había ahogado.

Y ahora que las escuchaba, nunca hubiera podido imaginar que le importaran tan poco la diferencia entre las palabras. Dijeran lo que dijeran, todas llamaban a la madre.

En ese estado de quietud absoluta, en la que no entendía cómo le llegaba el aliento, transformado en un hilo micrométrico en potentísima tensión todas las palabras decían lo mismo -mamá-mamá-. Desorientado dejó que su recuerdo incluyera el ruido de tráfico que, un rato antes, había tapado las voces infantiles. Y de todo ese estrepitoso fárrago sonoro surgía el mismo llamado. Hasta los bocinazos prepotentes y mandones, al comprimirse a su mínima expresión, se reducían a esa exclamación:

-mamá-mamá-.

Cuando comprobó que nada decía otra cosa, inadvertidamente se pensó sumado a ese clamor.

Entonces el hilo pasó de horizontal a vertical y creyó sentirse invitado a treparlo.

Ni siquiera se preocupó por indagar acerca de si estaba bien prendido al extremo superior, que no podía vislumbrar en aquel escenario iluminado sólo por su mente.

En ese escenario se volvió tan ínfimamente delgado como su hilo y sin hacer el más leve movimiento con el cuerpo, cosa de no ser advertido por el clon, se visualizó trepando esforzadamente.

A medida que ascendía el ascenso se le hacía más fácil, al tiempo que iba cobrando más noción de su cuerpo. Podía captar todo con una lucidez que en vez de concentrarse en el cerebro se le desparramaba a cada uno de los poros. El mundo circundante se llenó de humedad. Hasta que llegó al mismo altillo que se encontraba ocupando, pero en vez del jergón gastado percibía como lecho un mullido receptáculo palpitante.

Le asustó pensar que el palpitar fuese advertido por el clon y decidiese ahí mismo sustituirlo por su silencio. Entonces, sigilosamente recogió el cordón que aún pendía de donde había venido, para que no pudiese subir y encontrarlo.

Con esa seguridad, quedó acostado en posición fetal y se dejó ganar por un inefable y hondísimo sueño.